1. Cuestión de tiempo

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A esas alturas de mi vida ya conocía tan bien el peligro inminente, que no tardé más de unos segundos en reconocerlo.

Volteé hacia atrás, con la respiración agitada, y entorné los ojos. Me esforcé en prestar suma atención a todos los rostros de cada persona que me rodeaba, tanto como la vista me lo permitió. Recibí algunas miradas de vuelta, ligeramente extrañadas o malhumoradas, pero era solo porque yo los miraba de forma maleducada, no porque fueran seres fuera de lo común.

La única que lo era ahí, era yo.

A mi lado, Alexander ladeó la cabeza, mirándome con curiosidad y la anormal inteligencia que poseía, esa que daba la impresión de superar a la de los animales pertenecientes a la Tierra. Hasta el momento, no había proferido ni un solo gruñido de advertencia, pero no podía evitar sentirme alerta. Solo que aún no entendía por qué.

Simplemente, no podía dejar de sentir una mirada pesada, fija y espectadora, de alguien a quien era incapaz de ver.

Clavé la vista hacia mi pecho agitado, donde ahora llevaba colgando un collar con una piedra grande y redonda, de color negro. El tono oscuro se mantuvo así mismo, por más que lo observé, por lo que di un suspiro de resignación y alivio.

Con la respiración todavía acelerada por el ejercicio, bajé una mano y acaricié el lomo del perro junto a mí, nada más porque eso me tranquilizaba. Enredé los dedos en su espeso pelaje, y por enésima vez en este tiempo volví a sorprenderme de que su altura ya me llegara casi hasta la cadera. Cada persona que pasaba cerca soltaba resuellos o palabras de asombro al fijarse en él, y desde luego eso lograba hacerme sentir algo cohibida. Era inevitable salir a la calle con Alexander y no llamar la atención.

Eché un último vistazo receloso en derredor, solo por si algo me parecía ligeramente extraño, ajeno a este mundo, pero como no lo hallé y debía prepararme ya para volver al departamento, me di la vuelta y retomé el ritmo del trote que tenía antes que la sensación me interrumpiera.

Me sobró algo de tiempo al llegar, quizá porque me mantuve corriendo sin descansar hasta que visualicé el edificio. Fui por el recorrido de escaleras en espiral que debía subir cada día, dado que no había ascensor ahí, cosa de la que Nat se quejaba constantemente, hasta el pasillo del tercer piso. En cuanto introduje las llaves en el cerrojo y abrí la puerta, una melodía conocida de Bon Jovi me recibió con un volumen medio alto. Una de las ventajas de vivir con Nat era que el departamento jamás estaba en silencio, y de alguna manera eso me encantaba.

Mi pie chocó con una de sus poleras negras de pijama tirada en el piso, y con otro poco de ropa suya tirada sobre el sofá. Usualmente el recibidor era un caos, puesto que no recibíamos muchas visitas, pero lo cierto era que yo tampoco me esforzaba mucho por limpiarlo. Vivir con Nat me estaba pegando un poco de su desorden. Una sonrisa se dibujó en mi rostro en cuanto vi a mi mejor amiga en la cocina, sacando pan de la tostadora.

En el segundo en que se percató de que había llegado, giró sobre su eje y las comisuras de sus labios se estiraron con alegría.

—¿Qué tal estuvo el ejercicio hoy, chica fitness? —preguntó con esa animada voz suya al tiempo que me guiñaba un ojo, libre de maquillaje porque al parecer se había levantado hacía poco—. ¿Tienes hambre?

Resoplé, secándome el sudor de la frente con la manga de mi blusa.

—No tienes idea —murmuré.

—¿Pasa algo? —inquirió de la nada, entornando la vista mientras sus pupilas subían y bajaban, estudiándome a detalle.

No tardé demasiado en captar lo mismo que ella; debió de notarlo en mi cara, o algo más, porque el pasar tanto tiempo juntas la había hecho una experta en adivinar cómo me sentía.

EtéreoWhere stories live. Discover now