26. Catarsis

5.5K 560 892
                                    

Durante un lapso que se me hizo indeterminado, no hubo más que completa negrura. Todo en derredor perdió forma distinguible, los colores, los aromas... De repente, se habían ido. Se habían evaporado para dejarme totalmente sola ahí, en medio de la nada.

Y no solo ellos y las cosas palpables. El ruido también se extinguió. En ese extraño lugar en el que ahora me hallaba, no se podía escuchar nada en absoluto.

Lo único que mis oídos podían percibir, era el insistente y agitado sonido de mi respiración, y mis alterados latidos.

Una sensación desesperante me rigió.

Fruncí el ceño y abrí la boca para tragar aire, bruscamente alarmada. Fue como si, de un instante a otro, me hubiera quedado por completo sola...

... O eso creía, hasta que oí una voz ajena.

—¿Y bien? —preguntó alguien en aquel espacio de oscuridad—. ¿Puedes decirme ya qué es lo que ves?

Sentí hundírseme más la arruga del entrecejo.

—No veo nada —musité.

—Eres una mentirosa —me acusó con un tono áspero. De algún modo, mi mente podía reconocer esa voz, ronca y a la vez armoniosa; pero, por alguna razón, no era capaz de identificar a quién pertenecía—. ¿Qué me estás ocultando?

Algo por dentro me decía que conocía esa voz. Pero ¿de dónde?

Abrí los ojos, de pronto confundida por el interrogatorio del extraño.

Una chispa de pánico se propagó por mi sistema en un santiamén en cuanto reparé que ya no estaba en el mismo espacio físico de antes. La enorme casa de color claro, situada frente a la carretera en medio de la nada y el inmenso bosque que la rodeaba, habían desaparecido. Los árboles, el césped marchito... Todo se evaporó.

Y dio lugar a un sitio completamente diferente.

Me hallaba ahora en un terreno cubierto por sombras, desproveído de toda vida. Una pared como de roca gris rodeaba cada centímetro que miraba, y, pese a que no podía serlo, parecía que me encontraba en una habitación hecha de piedra. O, cuanto menos, dentro de una abrupta cueva.

Entonces, al dejar caer la vista anonadada, me topé con mis manos. Tragué una bocanada de aire, pasmada. Unos gruesos y pesados fierros me rodeaban las muñecas, aprisionándolas. De ahí salían unas cadenas de eslabones igual de toscas que iban incrustados al irregular suelo. Al ladear un poco la cabeza descubrí, con absoluto horror, que alrededor de mi garganta había también un burdo y frío metal cubriéndola.

En un impulso que me causó el miedo, traté de separar las manos, y el dolor estalló en mi piel como si el contacto con el áspero material me quemara. Solté un quejido, pero apreté los labios para acallarlo.

Frente a mí había una silueta alta, negra como una sombra y difusa como tal, de la que no podía diferenciar ni un solo rasgo. Emitió una risa baja, ronca... Burlona.

—Ah, ¿te duele? Las mandé a hacer especialmente para ti, preciosa. No quiero que te vuelvas a escapar.

Forcejé contra las cadenas, pero mi propio brío me lastimó. Solté otro quejido. Mi respiración se volvió a agitar.

—¿Por qué sigues con esto? —La pregunta, que no tenía ningún sentido porque parte de mí no comprendía qué diablos sucedía, brotó por si sola de mis labios—. Déjame ir, he perdido mis visiones. Ya no te sirvo más...

—No. Has perdido el sentido común, nada más. No puedes perder una habilidad con la que naciste. Te entregaron a mí, ¿no entiendes? No perteneces a ningún otro sitio, más que aquí... Y ahora, si no cooperas, me veré obligado a probar otros métodos.

EtéreoWhere stories live. Discover now