31. Combustión espontánea

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—No lo creo —dijo Kalei de forma atropellada, con la mirada colmada de alarma—. No pueden estar peleando. Amediel no es así.

—No importa —solté, con la voz bañada en pánico—, solo conduce. Rápido, por favor.

—Hago lo que puedo. ¡Tu auto es muy lento!

Pisó el acelerador a fondo y la fuerza de la inercia me pegó a mi asiento, pero no importaba. Necesitaba llegar lo más rápido posible.

Esto no podía ser verdad, no... ¿En qué rato? ¿Salía de casa por unos momentos y se originaba el desastre?

El corazón me martilleaba contra mis costillas con furia y temor. Ansiaba con todas mis fuerzas que el camino de regreso se acortara, pero en lugar de ello sentía que nos estaba tomando incluso más tiempo del que nos había llevado alejarnos. El miedo por la exceptiva, por lo que me podría llegar a encontrar al arribar por fin a la casa fluía por mi sistema como hiel.

A mi lado, Kalei lucía sumamente tenso. Apretaba los puños en torno al volante con una fuerza visible y tenía el ceño se hundido, profundamente preocupado. Yo no debía de lucir muy diferente, solo que me sentía más impotente en el asiento del copiloto. El temor embargaba cada espacio dentro de mí.

Los minutos transcurrían lentos, demasiado para mí, y aunados al tenso silencio en el que nos sumimos, se volvió algo tortuoso. La solitaria carretera, que antes había llegado a calmarme, se convirtió en un pasaje de terror. Él respirando agresivamente y yo con las manos apretadas sobre mis muslos, sintiendo que el corazón se me saldría en cualquier momento.

Entonces, cuando al fin estuvimos lo suficientemente cerca, conseguí divisarlos a lo lejos.

—Santo cielo...

—Oh, Dios mío... —susurré, llevándome las manos a la boca.

Kalei se tensó, y aceleró con más fuerza para terminar lo que quedaba del camino. No obstante, no esperé a que apagara el motor.

En cuanto redujo la velocidad, abrí la puerta y me deslicé fuera del auto. Di un traspié y caí sobre las palmas, con las rodillas en el suelo, pero no esperé más y me levanté como pude para empezar a correr.

—¡Amy! —me gritó Kalei.

Pero no podía escucharlo, porque toda mi atención estaba anclada en el cielo.

Había dos figuras de tonos completamente opuestos, arremetiendo contra sí. Uno agitaba sus enormes y hermosas alas blancas, y el otro, oscilaba unas intimidantes y misteriosas alas negras.

Alcanzaba a ver que ya estaban malheridos, ambos tenían expresiones cansadas, una capa de sudor resaltaba sobre sus cuerpos, y sus respiraciones agitaban sus torsos descubiertos. Se miraban con todo el odio que podían impregnar en sus ojos.

Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal.

Continué corriendo hacia los dos demonios y la chica que observaban la contienda desde el exterior de la casa. Mientras más me acercaba logré atisbar, vagamente, que una esquina del techo en el pórtico estaba rota, y una buena parte de madera se balanceaba hacia el piso, como si alguien hubiera aterrizado horriblemente ahí.

Vi también que Alexander, que estaba un poco más lejos de todos ellos, con el lomo erizado, gruñía y lanzaba ladridos hacia el cielo en un volumen ensordecedor.

Cuando me uní a ellos, Nat, que estaba muy pegada a Akhliss, me miró con el temor escrito en el rostro.

—Gracias al cielo —musitó con un hilo de voz, y de inmediato regresó la mirada al firmamento—, aunque no creo que se detengan.

EtéreoWhere stories live. Discover now