Rosas Blancas

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CAPÍTULO 30: ROSAS BLANCAS

El café se iba enfriando en aquella taza, sus ojos otoñales perdidos en ninguna parte y su mente muy lejos de ahí, por un instante se había olvidado del mundo, había olvidado que Rebeca seguía sentada a su lado. Sus pensamientos divagaban entre frases dignas de ser escritas, qué podía preparar para la cena sin discutir con Kathe para que la pequeña comiese y si a Irene le gustarían las rosas blancas, esas flores con las que había adornado la habitación, una o dos al principio y ahora invadían cada rincón, regalándole a la morena el aroma dulzón que esa flor emanaba.

Rebeca la observaba por el rabillo del ojo, respetando el silencio reverencial que se había instaurado entre ambas, constatando que el café se estaba enfriando y que la joven ante ella estaba agotada, tanto físicamente como mentalmente, todo su cuerpo, rígido y alerta, buscando saltar en cualquier momento y sus ojos, perdidos y apagados, toda ella parecía ser la sombra de lo que podía llegar a ser y aun así se mantenía en pie, se mantenía entera por la pequeña Kathe y eso la honraba.

Poniendo la mano sobre su hombro de forma delicada, llamó su atención y, por como la miró, supo que acababa de aterrizar y su mente estaba volando muy lejos. Sus ojos otoñales se clavaron en ella y le regaló una sonrisa de aliento.

-Me marcho a la habitación, ¿Nos vemos en un rato?

-Enseguida voy, no quiero dejar a Kathe sola más tiempo.

Una nueva sonrisa, algo nerviosa y, sin saberlo, cargada de cariño y Rebeca soltó el hombro de la joven, marchándose a paso seguro hacia la habitación 155, dándole vueltas a demasiadas ideas que nublaban su mente.

Una sonrisa tierna nació en su rostro al acercarse a la habitación de su hija y escuchar a la pequeña parloteando, su nieta no se cansaba de hablar con su madre. Mas la sonrisa murió en el momento que escuchó la voz de Irene, rasgada y cansada pero despierta, respondiendo a la efusividad de la pequeña. Su rostro se congestionó por la sorpresa, quedándose paralizada unos instantes sin saber cómo reaccionar, solo una cosa era segura, su hija estaba despierta.

***

Para Irene despertar supuso un largo camino, un calvario, un dolor lacerante en todo su cuerpo mas nunca fue mujer que se rindiera, era fuerte, más de lo que todo el mundo pensaba. Abrir los ojos fue la prueba más dura que tuvo que soportar y, nada más hacerlo, su alma se sintió liviana al ver el rostro de su pequeña, al sentirla junto a ella.

Estaba despierta, Kathe se había dado cuenta y la emoción que embargo a su castaña fue arrolladora, no podía entender más de dos palabras de la retahíla de frases que decía sin parar un instante. Ordenando en su mente, aun adormilada y algo nublada por los medicamentos, toda la información que Kathe estaba vomitando, una idea destacó entre todas, una que llenó su corazón de calor y provocó en sus labios la segunda sonrisa desde que había despertado, Inés no la había abandonado, Inés estaba con ella.

Tan pronto como apareció la sonrisa, se esfumó al constatar que la joven escritora no estaba en la habitación, es más la única que estaba con ella al despertar era Kathe. Intentó incorporarse mas su cuerpo se le antojó demasiado pesado, suspiró frustrada y clavó su mirada oscura en la pequeña, su terremoto, que no se estaba quieta ni un instante.

-Kathe ¿Dónde está Inés?

-Estaba aquí conmigo, pero se fue a tomar café.

-¿Te dejó sola?

-No, me dejó contigo... Mamá, ella me ha cuidado como tú le pediste, además aprendió a darme besos para espantar monstruos para que no te echara tanto de menos.

Tras las huellas de tu nombreWhere stories live. Discover now