Capítulo XI El Palacio de las Ninfas -Parte I-

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Su verdadero nombre era el Palacio de Alençon pero nadie lo llamaba de esta manera. La leyenda de las hermosas mujeres que una vez lo habitaron seguía presente en la memoria de muchos. Y para los que nunca habían escuchado hablar de la hermosa Duquesa y sus cuatro hijas, la magnífica estatua de cinco ninfas que se enseñoreaba en el jardín resultaba suficiente para justificar aquel nombre.

El edificio era magnífico, digno ejemplo del talento de Luis Le Vau, el mismo arquitecto a quien Luis XIV encargó la creación de Versalles. Se podían encontrar semejanzas entre ambos palacios en todos lados, sin embargo,  yo me fijé en las diferencias. 

Lo primero que noté fue la ausencia del Rococó, una moda que Madame Pompadour promovió y Luis XV se apresuró a incorporar en Versalles, junto con otras remodelaciones y ampliaciones. A los  Alençon no les interesaban las modas y mantenían su palacio tal y como fue originalmente decorado.

Por supuesto que los encantos del Palacio de las Ninfas era lo que menos me importaba aquel día, los fui descubriendo luego, junto con sus ángulos más oscuros. Cuando traspasé sus puertas  por primera vez lo único que me interesaba era la salud de Maurice.

Al entrar me encontré en el vestíbulo desde el que se podía acceder a las distintas estancias del lugar. Abundaba la luz gracias a las puertas de cristal y esta le daba más blancura a las columnas y paredes que carecían de tapices y cuadros. A cada lado se encontraban unas discretas escaleras, seguí a René Asmun por las de la izquierda y a lo largo del pasillo del piso superior en el que se extendían las habitaciones.

El muchacho me llevó hasta la habitación en la que ya habían recostado a Maurice. Era amplia, sus ventanas daban al jardín de la entrada y tenía la particularidad de estar decorada con tapices de colores claros, al contrario de las demás estancias en las que los colores brillantes se imponían.

Varios sirvientes estaban trasladando su equipaje, eché en falta los dos baúles con los libros peligrosos que mi amigo tanto atesoraba, recordé que los había dejado en el palacio de su padre porque no quiso arriesgarse a llevarlos a Versalles. El buen doctor se encontraba concentrado atendiendo a su paciente y Miguel le observaba a su lado. Mi querido amigo seguía inconsciente.

—No se preocupen, les aseguro que ahora su recuperación será rápida —Nos confortó Monsieur Daladier al despedirse.

Cuando se marchó, Miguel tuvo tiempo para hacerme los honores y yo pude observarle con calma.  Su rostro bien podía ser el de una mujer, una muy altiva y orgullosa,  con labios de nácar y una delicada nariz. Los ojos azul cobalto  le daban más frialdad a aquel rostro impasible. Tenía un sensual lunar en la mejilla derecha, cerca de su boca.  Se había atado el cabello y ahora lucía un poco más varonil.

—Aunque no nos han presentado supongo que sabe quién soy, Monsieur —Asentí algo aturdido por el aplomo con el que me habló en su extraño Francés con acento Español— Yo sé bien quién es usted porque Maurice me ha contado sobre su amistad, él le quiere mucho —Al fin apareció una sonrisa en aquel rostro—. Enseguida le llevarán a la habitación que mandé prepararle.

—Gracias, pero me gustaría cuidar a Maurice esta noche.

—No se preocupe, hoy ese honor es mío. Además,  se ve a leguas que usted está agotado. Descanse esta noche por favor.

—Gracias, Monsieur.

 No quería dejar a Maurice pero era innegable que me encontraba sin fuerzas.

—En cuanto usted, —dijo Miguel dirigiéndose a Asmun con un tono que estaba lejos de la cortesía— No tengo idea de quién o qué es.

—Su nombre es Asmun, —me apresuré a decir— es el sirviente de Raffaele.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora