Capítulo III Su Manera de Decir Adiós

6.7K 534 146
                                    

Creer que Maurice había abandonado su deseo de volver con los jesuitas fue un gran error. Su padre y su hermano no le conocían realmente y yo no tenía idea de lo que era capaz de hacer aquel encantador jovencito, con la inteligencia más despierta y el rostro más bonito que había encontrado en toda mi vida. Aprendí tarde que no debía juzgarlo por su apariencia: su fragilidad exterior escondía una implacable obsesión.

Ningún obstáculo fue suficiente para hacerle desistir de lo que se proponía. Incluso parecía volverse más ingenioso a medida que aumentaban sus problemas, como si disfrutara tener al mundo en su contra porque podía darse el gusto de saltar sobre todos nosotros y dejarnos atrás mientras corría hacia su objetivo.

—¿Nápoles...? —exclamó el marqués al escuchar de los labios de su hijo palabras inesperadas—. ¿En serio quieres acompañar a Raffaele?

—Él insiste en que me fascinará el viaje y hace tiempo que no veo a tío Philippe...

—Es cierto. Philippe te quiere mucho y ha estado muy preocupado por ti, sin duda se pondrá contento si vas a verle. Además, en Nápoles las mujeres son muy hermosas, la madre de Raffaele era el mejor ejemplo de eso, quizá te enamores al fin.

—Sinceramente, padre, prefiero las mujeres francesas —gruñó—. Y, de todas formas, no es para eso que quiero ir.

El marqués aceptó el viaje convencido de que estaba ante una oportunidad de oro. Deseaba que su hijo experimentara la vida a la que renunciaría al hacerse jesuita, que esa vida lo envolviera en sus brazos con la seducción de una amante, y que el cándido Maurice encontrara en sus labios la ambrosía de los dioses.

—Este viaje es una oportunidad para alguna aventura, sobre todo si lleva de compañero al bribón de Raffaele —se jactó cuando hablamos en privado—. Seguramente Maurice regresará enamorado.

—La Iglesia perderá uno de sus ministros... —lamenté suspirando.

—¡La Iglesia agradecerá un jesuita menos!

—Ah, yo no tenía intención de permitir que llegara a serlo. Es lamentable que esta guerra se termine sin haber entablado la primera batalla.

—Pero mi hijo lo ha visto con ojos de amigo, monsieur, y esa es una gran victoria. En adelante podré contar con sus consejos para alejarlo de los hábitos.

Me quedé un momento perplejo y luego me eché a reír; reí a carcajadas.

—¿He dicho algo gracioso? —preguntó consternado.

—¡Ya lo creo que sí! Se supone que debo hacer todo lo contrario... —contesté sin poder contenerme, estaba bajo el efecto de los días placenteros en aquella casa. Théophane se unió a mí soltando una estentórea carcajada.

—¿Qué ha pasado aquí? —escuchamos decir a Maurice a nuestras espaldas—. ¿Puedo conocer el motivo de tanta alegría?

No podíamos decirle la verdad para no tocar un tema desafortunado, él traía una sonrisa radiante que preferíamos preservar.

—Cosas de viejos... —respondió el marqués para salir del paso.

—¿De viejos? —replicó Maurice con picardía—. Eso se puede decir de usted, padre mío, pero monsieur Vassili apenas es unos años mayor que yo —luego, enlazó su brazo con el mío con una familiaridad que me sorprendió—. No se deje injuriar de esa forma, mi buen amigo, vamos a demostrarle a este anciano lo joven que es usted. ¿Quiere acompañarme a montar?

No pude hacer más que balbucir excusas tontas. Me sujetó con fuerza y me arrastró tras él; su padre se quedó protestando que también estaba en la plenitud de la juventud y sabía cabalgar muy bien.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora