Capítulo XVII Equivocándome con Alevosía Parte I

3.6K 331 190
                                    

La vida en el palacio cambió de muchas maneras. Ahora, los cuatro podíamos estar juntos sin temer que, en cualquier momento, Miguel y Raffaele comenzaran otra batalla. Su guerra había terminado, aunque aún sufrían sus consecuencias. Miguel se mostraba como una persona muy diferente al soberbio joven que llegó de España. Si tuviera que definirlo en esos días, diría que era tímido. 

Esta también era una falsa imagen, él estaba tratando de acostumbrarse a vivir sin vestir el atuendo de odio y amargura que había llevado encima durante años. Su verdadera personalidad saldría poco a poco a la luz, cuando se resolviera la extraña situación en la que se encontraba: no había perdonado a Raffaele, y aun así, se había reconciliado con él; una contradicción difícil de mantener a flote.

Los dos querían volver a ser amantes, pero el asunto no era fácil para ninguno de ellos. Raffaele extremaba su amabilidad con Miguel, y éste recibía cada gesto con una sensibilidad exacerbada. Se sonrojaba a cada rato. Los ojos se le llenaban de lágrimas por cualquier palabra o gesto de su antiguo amante, y si éste le tocaba, se estremecía como un animal asustado. 

Sus primos y yo tratábamos de disimular, restando importancia a sus reacciones involuntarias para no hacerle sentir peor. Raffaele era quien llevaba la peor parte, teniendo que sonreír cuando seguramente deseaba maldecir o llorar ante cada fracaso.

Yo no me encontraba en mejor situación que él. Maurice evitaba verme a la cara o quedarse a solas conmigo. Prefería que Raffaele le ayudara cuando debía moverse de un sitio a otro, y por más que lo intentaba, no podía disimular su incomodidad ante mi cercanía.

Me sentía triste y herido. Sin embargo, procuraba mostrarme afable y hacerme el desentendido ante su rechazo, manteniéndome lo más posible a su lado, ignorando su desazón, fingiendo con una sonrisa que nos encontrábamos en buenos términos. Por supuesto, mis visitas a Sora se hicieron más frecuentes.

Una tarde Raffaele me invitó a cabalgar. Accedí agradecido de tener algo más para distraerme de mi infortunio. Llegamos al lago y dejamos a los caballos beber. Allí, terminó siendo él quien se desahogó.

—No me deja tocarlo —comentó con una sonrisa triste. 

—¿Qué?

—Miguel no deja que le toque. Apenas nos hemos besado... No me quejo, cada beso suyo es mejor que el mismísimo cielo. Pero si quiero algo más, se asusta de tal modo que lo dejo inmediatamente. Incluso usa la herida de Maurice como excusa y duerme en su habitación, pretendiendo cuidarle. 

Yo no sabía acerca de eso por no haber pasado las noches en el palacio. De más está decir que no me hizo ninguna gracia, pero no era momento para pensar en mis celos. 

—Debes ser paciente, Raffaele, no es fácil olvidar lo que hiciste.

—Lo sé. Pero me duele como no puedes imaginar y tengo miedo.

—¿Miedo a que nunca te perdone?

—No... Miedo de volverme loco y forzarlo de nuevo.

—¡No puedes! —Lo sujeté del brazo y lo sacudí mientras subía el tono con cada frase— ¡De ninguna manera te atrevas hacerlo! ¡Perderás todo si lo haces!

—Lo sé —confesó, derrotado, sin apartar la vista del lago—. Por eso estoy asustado.

—Acompáñame esta noche a ver a Sora —dije como si hubiera encontrado la solución a su dilema—. Estoy seguro de que te hará sentir mejor.

—Quizá tengas razón... En verdad lo necesito.

Enviamos una nota al Palacio de los Placeres para informar sobre el cambio de planes. Cuando nos presentamos, Sora no se mostró nada contento con la presencia de Raffaele, y con sus maneras elegantes y su parca mordacidad, se lo hizo saber. Al principio, creímos que bromeaba, pero cuando siguió insistiendo en tratarlo como un invitado indeseado, el futuro duque de Alençon se indignó.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora