Capítulo XIX Sobrepasando los Límites Parte III

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Según dijo Maurice, cuando ya estaba a las afueras de la ciudad, uno de los chicos espantó a su caballo. Él dejó que el animal se encabritara y mantuvo el control. El otro muchacho atrapó su pie para hacerlo caer y se defendió golpeándolo con su fusta en la cabeza.

Después bajó del caballo y los dos pilluelos cometieron el error de creer que podían dominarlo. ¡Me hubiera encantado ver esa pelea! Puedo imaginar la pericia con que Maurice debió manejar la fusta, haciendo gala de esa energía inagotable que le caracterizaba. Cuando uno de ellos logró arrebatársela, pasó a repartir puñetazos y patadas.

Lo cierto es que los ladronzuelos recibieron una merecida paliza. Desde niño, Maurice era bueno dando golpes gracias a Raffaele, con quien había peleado casi todos los días desde que se conocieron. Comparados con el gigante de su primo, aquellos muchachos no le intimidaban para nada.

Las cosas se complicaron cuando sacaron sus cuchillos. Maurice los engañó fingiendo temor y ofreció darles el dinero que llevaba en su alforja. Ellos lo dejaron acercarse a su caballo y se llevaron una desagradable sorpresa cuando, en lugar de una bolsa de monedas, extrajo sus pistolas. Solía llevarlas a todos lados desde que Raffaele se las regaló; sabía bien que París no era un lugar seguro.

Los pilluelos se rindieron asustados. A partir de ese momento Maurice  comenzó a amonestarlos como todo un jesuita. Luego los invitó a comer en la taberna Corinto, escuchó la historia de sus vidas, les contó la suya y les propuso que trabajaran para él, conquistándolos para siempre.

Raffaele después de escuchar la historia, contada con pocos detalles por parte de su primo y muchos sobresaltos por parte nuestra, se negó a contratar a aquellos delincuentes. Cosa en la que Miguel y yo le dimos toda la razón. Maurice continuó insistiendo. Desplegó un arsenal de argumentos basados en la caridad, las Sagradas Escrituras, la filosofía y todo lo que se le ocurrió. Al no ver resultado, amenazó con marcharse con los jesuitas si su primo no le dejaba ayudar a aquellos desgraciados.

Por supuesto que ante esto, Raffaele accedió a darles trabajo. Pero exigió que al principio se les mantuviera a prueba, bajo la vigilancia de Asmun, para comprobar si eran de fiar.  

Mandó a llamarlos y aparecieron acompañados por Agnes en lugar de Pierre. Como todo un Duque, desarrolló un intimidante discurso en el que los instó a agradecer a Maurice por darles aquella oportunidad, y advirtió que los haría ejecutar si intentaban robar de nuevo.

Agnes, en cuanto comprendió la situación, se opuso a que trabajaran y vivieran en el palacio. Con esto, consiguió que su señor dejara atrás cualquier duda y se empeñara en contratarlos.

Antes de que la vieja sirvienta los llevara a sus nuevas habitaciones, quise saber sus nombres, detalle que todo el mundo había pasado por alto. Se presentaron muy orgullosos como Renard y Aigle, (el zorro y el águila). Por supuesto que aquellos eran apodos, ellos no consideraban necesario seguir usando nombres dados por padres con los que nunca habían contado.

Por su aspecto era poco probable que fueran hermanos, mas  ellos se consideraban como tales. Se conocían desde que tenían memoria y habían luchado juntos durante años por no morir de frío y hambre bajo el amparo del cielo nocturno. Renard tenía el cabello castaño oscuro y los ojos azules. Era alto, delgado y con una constante expresión sagaz adornándole el rostro. Aigle  tenía el cabello y los ojos negros. Parecía ser el más fuerte de los dos por su espalda ancha y brazos gruesos. Mantenía una actitud grave la mayor parte del tiempo.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora