13.

13.1K 590 48
                                    

Even though the fire is burning wild...


Yo ya no sabía qué hacer, Alba. Me estabas volviendo loca.
A partir de aquel día, me empezaste a marear a niveles estratosféricos. O, al menos, así lo sentía yo.
A veces eras la persona más cariñosa y atenta que había conocido, y a veces me ignorabas como si te hubiese hecho la mayor putada de tu vida y estuvieses cabreadísima.
¿Lo peor? Que no había pasado nada para que tuvieses esos cambios de actitud tan repentinos y tan seguidos.
Y yo estaba cansada. Cansada de sentir que de ser buena, me volvía gilipollas y te dejaba vacilarme como querías porque eras consciente de que yo no me iba a ir. Cansada de dar todo lo que podía dar para no saber si iba a recibir algo a cambio, por mínimo que fuese. Estaba cansada de tener que veros juntos y actuar como si nada, como si no me jodiese lo más grande. Estaba cansada de estar mal, de no verte bien pero ni sabiendo que yo lo notaba me contases qué te pasaba. Estaba cansada porque parecía que la que lo había hecho mal y tenía que pagarlo, era yo. Estaba cansada, Alba. Estaba muy cansada, muchísimo.
Pero, ¿sabes qué? Seguía sin ser capaz de dejar que te fueras de mi vida, de echarte de ella. Era incapaz de no estar cuando me necesibas o de no preocuparme cuando te veía los ojos tan tristes.
Y, ¿sabes otra cosa? Cada vez estaba más hasta las trancas de ti y no sabía cómo frenarlo. Y tampoco sabía cuánto tiempo más iba a ser capaz de controlarme tanto.
Resumiendo, estaba jodidísima.
Bueno, y María estaba hasta el coño de aguantarme, todo sea dicho.

El verano acababa de llegar. La universidad había acabado esa misma mañana y ya estábamos decidiendo con qué discoteca estrenábamos las vacaciones. Cuando se decidieron por una que había abierto hacía escasos dos meses en Malasaña, dijeron de quedar a las once en casa de Miki para empezar la noche, como siempre. Todos estuvimos de acuerdo. Aún eran las siete de la tarde y ya me había duchado, por lo tanto no tenía nada más que hacer y me estaba aburriendo como una ostra. No sé cómo, pero pareció que me hubieras leído la mente porque, justo cuando pensé en qué estarías haciendo para llamarte y que vinieras a matar el tiempo para no aburrirme tanto, mi móvil empezó a vibrar y tu nombre apareció en la pantalla. Estabas igual de aburrida que yo, así que te dije que vinieras a casa hasta que nos tuviéramos que ir. No tardaste en aceptar y a los pocos minutos estábamos en el sofá de mi casa buscando algo que ver en la tele. Pusimos un programa random al que no prestamos mucha atención porque tardamos bien poco en ponernos a hablar de todo y nada a la vez. No sé cómo, pero acabaste encima mía amenazándome con darme con el cojín como siguiese haciéndote de rabiar. Yo levanté las manos con mi cuerpo bajo el tuyo y propuse una tregua. Tú dejaste el cojín a un lado y te sentaste de nuevo en el sofá, dejándome incorporarme. Cuando lo hice, pasaste tus manos por mi cara y dibujaste el contorno de ésta con tus dedos, sin dejar de sonreír. Paraste en mi nariz y, tras dejar en ella un par de caricias más, colocaste tus manos en mis mejillas y te acercaste a mí. Yo estaba flipando, ¿dónde ibas? Creo que ni tú lo sabías porque, dudosa, acabaste por dejar un beso en mi nariz y, tras separarte de mí, decir que te ibas a maquillar y que me cogías las cosas. No me dejaste ni contestar porque, prácticamente, saliste corriendo hacia el baño.
¿Ves? A esto me refiero. Hacías cosas que me dejaban totalmente descolocada y sin saber muy bien qué pensar ni qué esperar.
Esa noche fue tan rara.
Tan, tan, tan rara.
No te acercabas a Joan, le evitabas. Y, la verdad, me di cuenta porque sólo te acercabas a mí. No tenía ni idea de por qué, pero esa noche querías estar conmigo, querías disfrutarla conmigo, y me lo hiciste notar. Bailamos, cantamos, nos reímos, nos picamos, tonteamos –para qué mentir– y fuimos nosotras otra vez. Sin pensar en nadie más, sólo tú y yo. Y, joder, qué feliz me estabas haciendo.
P

ero, cuando salí a echarme un cigarro y decidiste acompañarme, fue cuando pasé de estar tan feliz a empezar a notar que algo no iba del todo bien.
No dejabas de decirme que lo sentías. Yo asumí que era por el alcohol y que te referías a todo lo de Joan. ¿Cómo me iba a imaginar, sino, por qué me estabas pidiendo perdón tantas veces? Yo te contestaba que no te preocupases, que estaba todo bien, que te seguía queriendo y que verte feliz era lo que me importaba. Pero te daba igual, porque no dejabas de dar vueltas de un lado a otro, delante del banco en el que yo estaba sentada fumando, y pidiendo perdón.
Me levanté del banco y, tirando el cigarro, te puse las manos en los hombros, haciendo que dejases de andar de un lado a otro. Te acaricié las mejillas con las manos y vi cómo tus ojos se humedecían. Rápidamente te abracé, dejando que escondieses tu cara en mi pecho y acariciándote la cabeza mientras te escuchaba sollozar. Te repetí una y otra vez que no pasaba nada, que estaba todo bien, que no te preocupases; pero tú no parabas de llorar.
Te juro que no sabía qué te pasaba, pero sabía que no estabas pidiéndome perdón por lo de Joan y que no llorabas por eso. Sabía que había algo más. Sabía que estabas jodida y, presentía, que yo iba a estarlo aún más.
Porque, aunque el fuego esté ardiendo de forma salvaje, no sirve de nada si tienes miedo de salir ardiendo. Y tú tenías miedo, Alba. Tenías mucho miedo.

Volver. // Albalia.Onde as histórias ganham vida. Descobre agora