Capítulo 66

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And I can't get away from the burning pain, I lie awake.
And the fallen hero haunts my thoughts, how could you leave me this way?

2016

-Creo que podría estar horas hablando de Marion y aun así no llegaría a describirla bien. Supongo que Marion era de esas personas tan complejas y que escondían tanto que para conocerla bien debías hacerlo en persona. Pero trataré de hacerle justicia, es lo mínimo que le debo, al fin y al cabo.
Marion era al mismo tiempo fuego y hielo. Era una tormenta que, una vez desatada, era imposible controlar. Era una de las personas más fuertes que he conocido nunca, pero también era increíblemente vulnerable. Tenía una sonrisa torcida que te hacía olvidar hasta tu propio nombre, y los ojos más azules del mundo. Siempre olía a coco, y su pelo negro era brillante como la noche. Marion era la epitomía de la libertad, y tenía un aire salvaje que me atrapó desde el primer momento.
Pero, sobre todo, era la persona más atormentada y con más demonios que hasta día de hoy he visto. Tenía incluso más demonios que yo por aquella época, y ya es decir.
Las condiciones de nuestro primer encuentro no fueron las más apropiadas: fue una fría noche de marzo en la comisaría del pueblo. Yo estaba pasando por mi peor momento, así que no era raro que, de alguna forma u otra, acabase en comisaría. Fue entonces cuando la conocí: al igual que yo, Marion era bastante dada a ser arrestada, pero a diferencia de mí, que prácticamente siempre era por estar metido en alguna pelea callejera, ella era por traficar con drogas. Es cierto que eran tan solo pastillas, pero era un delito al fin y al cabo, aunque al final Marion siempre conseguía salirse con la suya y la soltaban al cabo de unas horas.
El problema de Marion fue que sus demonios comenzaron a acecharla cuando tenía tan solo nueve años. Su madre era inglesa y se casó con un hombre francés, por lo que la única vida que Marion había conocido había sido en Francia. Aunque era bilingüe, de pequeña se había defendido mejor con el francés, por lo que siempre tuvo acento al hablar en inglés. Sin embargo, la vida perfecta que había conocido, con unos padres que la adoraban, se resquebrajó cuando ambos murieron en un accidente de coche. Y supongo que lo que más la destrozó no fue el hecho de que muriesen en un accidente, si no que ella también iba en el coche con ellos y sobrevivió. Desde el momento en que la conocí hasta... su muerte, siempre se culpó de ello. No solo eso, sino que además no podía dejar de preguntarse por qué ella había sobrevivido y sus padres no. Por qué el destino, o lo que fuese, había decidido que ella tenía más derecho de vivir que sus padres. Con ese accidente comenzaron a acecharla sus demonios. Después del accidente se volvió a Inglaterra con la hermana de su madre, que se había casado con un hombre que casualmente vivía en Hollyville, pero ella siempre odió este pueblo tanto como si hubiese nacido aquí. Ese odio se junto con el que sentía por sí misma, junto con sus demonios y la angustia continua con la que tenía que vivir y Marion se convirtió en un terremoto, en un volcán que podía erupcionar en cualquier momento. Y, al final, creo que conocernos me hizo más bien a mí del que finalmente le hizo a ella.
Conocer a Marion dio un giro drástico a mi vida. Ella se convirtió en mi única razón para vivir, y fue la persona por la que más devoción sentía desde el primer momento en que la vi. Mi vida hasta aquel entonces había sido como el calor del desierto, pero en cuanto la conocí se convirtió en el fuego de un volcán como el que ella era. Creo que al principio Marion solo me quería como una distracción, como una nueva forma de apagar ese dolor continuo que sentía, como las pastillas que tomaba. Y supongo que al principio era lo mismo para mí. Pero, al final, nos convertimos para el otro en todo aquello que sentíamos que nos faltaba en nuestras vidas. Nos convertimos en la persona que realmente nos comprendía, aquella que no juzgaba nuestra forma de apagar el dolor, aquella en la que nos podíamos apoyar cuando más lo necesitábamos, aquella delante de la que podíamos llorar sin sentirnos cohibidos. Y esa, al final, fue nuestra perdición.
Mi relación con Marion era fuego puro. Cuando estaba con ella sentía que el mundo dejaba de existir, que mi propio dolor se ahogaba y que su mera presencia era más que suficiente para darme la tranquilidad de mente que necesitaba.
Al principio nuestra relación fue básicamente una carnal. Ninguno de los dos habíamos tenido nunca una relación normal, y mucho menos estábamos acostumbrados a amar a una persona en el sentido romántico, así que durante las primeras semanas demostramos lo que sentíamos por el otro de la única forma en que sabíamos: con nuestros cuerpos. Mientras que otras personas comienzan a conocerse a través de su corazón, nosotros lo hicimos a través de nuestro cuerpo y de lo que aquello nos hacía sentir. En un primer momento ambos estábamos tan rotos que nos decíamos que lo nuestro no era más que una forma de ahogar el dolor de una forma menos destructiva de lo que estábamos acostumbrados, y nos dijimos que aquello era suficiente. Siempre íbamos a una casa abandonada en las afueras del pueblo que Marion y sus amigos se habían apropiado para poder consumir fuera del foco de las autoridades, pero Marion, tan orgullosa como fue siempre, estaba convencida de que aquel sitio le pertenecía por derecho propio, no solo porque ella había sido quien lo había descubierto, si no también porque era la que más tiempo pasaba allí, y la que más empeño había dedicado a tratar de hacer de esa casa un sitio más habitable.
Así, esa maldita casa abandonada se convirtió en nuestro refugio, y el lugar en el que pasamos nuestros momentos más felices.
Al principio simplemente íbamos porque sabíamos que era el sitio con más intimidad, y donde sabíamos que nadie nos molestaría. Simplemente íbamos allí, pasábamos un par de horas olvidando nuestro dolor en el cuerpo del otro y, sin una muestra más de cariño, nos íbamos. Pero esa situación no tardó en cambiar. Al final aquello empezó a convertirse en el hogar que pensaba que no tenía en mi casa. Recuerdo que lo primero que hicimos para acompañar al colchón viejo que teníamos como único mueble fue meter una televisión que compramos de segunda mano y una consola porque a ambos nos encantaban los videojuegos. Después metimos un sofá destartalado y un armario. Por supuesto, todo aquello lo hicimos nosotros solos, y creo que ambos nos empezamos a dar cuenta de que lo nuestro iba mucho más allá de una mera relación carnal en aquellos momentos en los que tratábamos de meter aquellos cuatro muebles por la puerta y al final teníamos que sentarnos en el suelo porque con todo lo que nos estábamos riendo no podíamos respirar.
Durante aquella época sentí que mis heridas estaban finalmente comenzando a sanar, y por fin vi luz en mi futuro, algo más allá de todas las sombras que me rodeaban. Dejé de juntarme con Michael y toda la gente tóxica que no hacía más que buscarme problemas, dejé de emborracharme cada fin de semana, volví al instituto de forma regular (pues había estado faltando muchísimo durante aquella época) y retomé las relaciones con mi familia. Hice todo lo posible por redimir lo muchísimo que había hecho sufrir a mi madre y mis hermanas, y, a parte de ir a clase, comencé a trabajar en el taller con mi tío Jack, tratando de volver a ganarme la confianza que él había perdido en mí. Mi familia recuerda con mucho cariño a Marion, y sé que parte de la razón por la que la querían tanto era porque ella había sido la que me había traído de vuelta a ellos.
Sin embargo, para Marion no fue igual. Su proceso de duelo era mucho más complejo de lo que yo por aquella época era capaz de comprender, y por mucho que traté de ayudarla, no conseguía hacerla salir de su adicción por aquellas malditas drogas en forma de pastillas. Sin embargo, ella no quería ser salvada por nadie, y siempre decía que, si algún día conseguía terminar de encaminar su vida, lo haría ella sola.
Pero a pesar de ello aquella fue una época idílica en mi vida. Aún recuerdo como si fuese ayer las muchas tardes que pasé tirado en aquel colchón raído con una sonrisa bobalicona en los labios mientras veía a Marion tocar la guitarra en el sofá y cantar con una voz que parecía de ángel. Si cierro los ojos puedo rememorar a la perfección cómo la luz de la tarde reflejaba de forma cobriza los mechones de su pelo azabache o cómo su acento francés parecía darle incluso más dulzura a las canciones que tocaba. Y, sobre todo, aún recuerdo el día en el que sentí que por fin, por fin, podía volver a ser feliz. Ambos estábamos tirados en aquel colchón en el suelo, las piernas desnudas de Marion estaban entrelazadas con las mías y su pelo azabache me acariciaba el pecho. Entonces, Marion alzó el rostro y me dijo, más sería de lo que nunca la había visto:
-Creo que te quiero.
El corazón pareció pararse dentro de mi pecho, y por unos instantes sentí que no podía respirar. Tragué saliva con fuerza y respondí, sin poder dejar de mirarla:
-Yo también te quiero.
Entonces, Marion frunció el ceño, me cubrió las mejillas con sus suaves manos del color de la porcelana, apoyó su frente en la mía y susurró:
-No me decepciones, Bennett. - por aquella época la gente estaba más acostumbrada a llamarme por mi verdadero apellido, y aunque eso me molestaba bastante, en realidad, viniendo de labios de Marion, no parecía tener importancia. - Eres todo lo que me queda.
Sin embargo, aquella felicidad no fue más que una ilusión, y no tardaría en descubrirlo.
Así, el tiempo pasó, y con cada día que pasaba con Marion sentía que mi corazón estaba cada vez más curado, que mis cicatrices estaban finalmente cerrándose y desinfectándose y que me despertaba cada mañana con ilusión por el día que tenía que vivir. Tal fue mi ilusión de felicidad que hasta tenía la sensación que Marion había reducido considerablemente su consumición de pastillas. Sentía que cada vez eran menos las ocasiones en las que la veía bajo el efecto de aquellas drogas, prácticamente inconsciente en el colchón durante excesivas horas, hasta el punto de que a veces había temido por su vida, ya que trataba de despertarla sin resultado. La veía con más vitalidad que de costumbre, y sentía que por fin las cosas iban a ir bien para los dos.
Hasta que llegó el día que definitivamente cambió mi vida.
Para aquel momento Marion y yo nos habíamos convertido en uña y carne. Pasábamos prácticamente todo el tiempo libre que teníamos juntos, y nos conocíamos a la perfección. Nos lo contábamos y todo y no había nada que sintiésemos que no podíamos confiar en el otro; sin embargo, aquel día Marion me llamó para decirme que teníamos que vernos urgentemente, y la noté muchísimo más reservada de lo habitual. Al instante mil teorías distintas se pasaron por mi cabeza, cada una peor que la anterior, así que, lógicamente, lo único que se me ocurrió hacer fue salir corriendo a nuestra casa, pues para aquel entonces ya la sentíamos como tal. Corrí más de lo que lo había hecho en mi vida, hasta el punto de que, para cuando llegué a la casa, estaba completamente sin aire y una fuerte taquicardia se había apoderado de mi pecho.
Los recuerdos de aquel día son un tanto confusos. Por una parte siento que, si cierro los ojos, podría rememorar a la perfección todos y cada uno de los sucesos de lo que ocurrió a continuación. Pero, por otra parte, todo parece un amasijo de imágenes, recuerdos de sensaciones y momentos aleatorios que tratan de encontrar un hueco en mi cabeza. Lo que sí recuerdo perfectamente es que estaba prácticamente entrando en pánico cuando abrí la puerta y vi a Marion sentada en el sofá, los brazos sobre las piernas y la expresión más taciturna y preocupada que le había visto nunca en el rostro.
Cuando entré respirando entre jadeos, Marion alzó el rostro y su expresión pasó a ser una de la más pura angustia. Apretó las mandíbulas con fuerza y, sin ningún tipo de prisa, se levantó del sofá, quedándose de pie a unos metros de mí.
-Maldita sea, Marion, ¿qué demonios ocurre? - Le pregunté, sin poder soportar ni un segundo más la angustia de no saber la razón por la que me había llamado con tanta premura.
Marion se me quedó mirando durante unos instantes con una expresión completamente imperturbable, pero la conocía lo suficientemente bien como para percatarme del levísimo temblor de sus labios y de la tensión de sus brazos, y que indicaban que estaba increíblemente nerviosa.
Durante unos segundos pareció dudar, y pensé que iba a andarse por las ramas o que incluso iba a retractarse en lo que iba a decir.
Pero Marion siempre iba al grano, y desde luego no era una persona cobarde, así que, sin más dilación, y claramente un tanto a la defensiva, dijo:
-Estoy embarazada.
Por un segundo creí que no la había entendido bien, o que simplemente me lo había imaginado, así que lo único que pude hacer, sumido en una especie de estado de shock, fue quedármela mirando completamente anonadado. Entonces tragué saliva con fuerza y dije, sin aliento:
-¿Qué?
Marion inspiró profundamente y repitió:
-Estoy embarazada, Louis. - Volvió a inspirar y, cuando habló de nuevo, fue de una forma mucho más atropellada y rápida de lo que nunca antes había hablado: - Estoy embarazada y me voy a quedar con el bebé. Sé que lo sencillo en mi situación sería deshacerme de él, y créeme que se me ha pasado por la cabeza, pero finalmente he decidido que no quiero hacerlo. Quiero quedármelo. Y lo entiendo perfectamente si no quieres saber nada de él ni de mí, y si no quieres hacerte cargo. Lo entenderé, y lo criaré yo sola, pero tendrás que tener en cuenta que no va a haber forma de hacerme cambiar de opinión al respecto. Tú seguirás con tu vida y yo con la mía, y...
Pero Marion no pudo decir nada más, porque en ese momento corrí hacia ella y la besé con tanta ferocidad que al instante ambos estábamos sin aliento. Entonces la abracé con fuerza, volví a besarla y repuse:
-Voy a ser el peor padre de la historia.
Marion era una persona lo suficientemente orgullosa como para no permitirse a sí misma llorar,  y de hecho nunca la había visto hacerlo, pero en aquel mismo instante las lágrimas inundaron sus claros ojos azules y una se derramó por su mejilla, tal era la emoción que sentía. Porque yo sabía que aunque ella siempre se recubría con su muro de indiferencia, en el fondo sufría y sentía mucho más de lo que quería admitir.
-Va a ser una mierda. - Dijo, con una sonrisa de la más pura felicidad, acariciándome la nuca. - No vamos a dormir nada, y todo va a ser vómitos, cambiar pañales y lloros a todas horas.
-Y seré feliz en todos y cada uno de esos momentos. - Le aseguré, antes de volver a abrazarla con fuerza, pues temía que, si la soltaba, me fuese a ser arrebatada, o que, al hacerlo, esa felicidad tan perfecta que sentía en ese momento se me escapase entre los dedos.
Y, al final, así fue.
Después de aquel momento, sentí que las cosas no podían ir mejor para ambos. Aún tengo grabadas en mi mente las lágrimas de felicidad de mi madre cuando fuimos a contarle el embarazo y los planes de futuro, aquel futuro que por fin estábamos empezando a crear, que teníamos. Como Marion era un año mayor que yo, ya había finalizado el periodo obligatorio en el instituto, así que comenzó a trabajar en la panadería de mi abuela con mi madre, mientras que yo me decidí a terminar el instituto mientras seguía aprendiendo con mi tío en su taller, para poder trabajar y ganarme un sueldo una vez el bebé naciese. Pero lo más importante de todo es que Marion dejó de tomar aquellas drogas, de beber y fumar, y comenzó, poco a poco, a desintoxicarse.
O al menos eso es lo que yo quise hacerme creer a mí mismo, pues estaba tan absorbido por aquella nueva felicidad que comencé a dar a Marion por hecho.
Así, los meses pasaron, y cada uno de ellos parecía incluso más mágico que el anterior. Entonces llegó el día en el que aquella felicidad llegó a rebosarme: el día en el que supimos el sexo del bebé. Por muchos años que pasen, nunca olvidaré aquel momento, en aquella sala pequeña, Marion tumbada en la camilla y su ya bastante incipiente vientre desnudo, su cálida y fuerte mano aferrando la mía, y ambos esperando con el corazón en un puño la respuesta de la ginecóloga mientras examinaba a nuestro bebé. Hasta que la ginecóloga esbozó la más tierna de las sonrisas, nos miró con una dulzura infinita y dijo:
-Decidle hola a vuestra niña.
Una niña. Iba a ser padre de una niña, Callie. Jamás podré explicar con palabras lo que sentí en aquel momento, la emoción que comenzó a emanar de mi pecho en borbotones, la forma en que mi corazón parecía a punto de explotar. Y, desde luego, en aquel momento tampoco fui capaz de ello, porque lo único que pude hacer fue echarme literalmente a llorar. Aquella era la primera vez que Marion me veía llorar, y tal debía de ser la emoción de mi rostro que ella misma tampoco pudo evitar soltar una lagrimita.
Desde aquel mismo momento comencé a adorar a aquella pequeña criatura como nunca había adorado nada. Hasta ese instante no había sido realmente consciente de que Marion iba a tener un bebé nuestro, pero desde entonces la realidad de aquello, a pesar de que tenía tan solo diecisiete años, me dio de lleno y me hizo madurar de una forma radical. Desde entonces aquella niña que aún no habíamos conocido se convirtió en nuestro mundo. Marion y yo nos pasábamos horas tumbados en la cama, ella con la camiseta subida y yo con el oído pegado a su vientre, besándolo o hablándole como un completo idiota.
-Ahora que por fin sabemos el sexo, creo que va siendo hora de ponerle nombre a este monstruito. - Dijo Marion uno de aquellos días, mientras me acariciaba el pelo.
Me incorporé sobre un codo y me acerqué a su vientre:
-¿Has oído eso, pequeña? Estás a punto de recibir el nombre más maravilloso del mundo.
Marion se echó a reír y, de forma inconsciente, se acarició el estómago.
-Sí, pero quiero que sea un nombre original. Un nombre que la vaya a marcar de por vida y que la diferencie del resto de niñas. No quiero llamarla Susan o alguna mierda así. Mi hija no tendrá nombre de vieja.
-Bueno, ¿en qué nombre habías pensado? - Le pregunté.
Marion me dedicó una sonrisa resplandeciente y orgullosa y dijo:
-Zelda.
-¿Zelda?
-Sí, Zelda. - Repuso, con picardía. - Como la mujer de Scott Fitzgerald, la princesa de los videojuegos y la hija de Robin Williams. Zelda es un nombre genial, y ninguna otra niña lo tendrá.
Al ver la emoción que recorrió sus facciones al hablar, no tuve que pensarme ni un segundo mi respuesta. Al instante esbocé una sonrisa, coloqué mi mano sobre su vientre y dije:
-Zelda será entonces.
Marion puso su mano sobre la mía, entrelazó nuestros dedos y, con la mano libre, me acarició la mejilla, solo para después decir:
-Zelda Anna.
Sin embargo, claramente las cosas no iban tan bien como yo, absorbido por aquella ilusión en la que vivía, creía. Si bien al principio las cosas parecían no ir mejor, poco a poco el embarazo de Marion comenzó a complicarse cada vez más, hasta el punto de que la ginecóloga le recomendó que permaneciese en cama todo el tiempo posible. Físicamente Marion comenzó a sufrir muchísimo; sentía muchísimos dolores y apenas se podía levantar. Pero, sobre todo, volvió a sufrir muchísimo mentalmente, aunque al principio consiguió ocultármelo a la perfección. Sus demonios volvieron a atacarla con más fuerza que nunca, y mientras que en otras ocasiones Marion había tenido pequeños periodos de tiempo en los que conseguía librarse de ellos, ahora volvieron para quedarse. Y delante de mis propias narices, pero sin que yo me percatase en absoluto de ello, Marion volvió a recaer en su adicción. Por supuesto, hizo todo lo posible para ocultármelo, y o lo hizo increíblemente bien o no me esforcé lo suficiente en ver que había algo que la atormentaba, pero el caso es que durante un tiempo permanecí completamente ajeno a ello, y seguí pensando que las cosas seguían siendo perfectas.
Hasta que, un día, y como era inevitable, terminé descubriéndolo.
Aquella tarde había conseguido escaparme un poco antes del taller de mi tío. Marion llevaba un par de días increíblemente débil, así que decidí tratar de pasar más tiempo a su lado.
Así, eso de una hora antes de lo normal llegué a nuestra casa, y en el momento en el que entré y Marion no respondió cuando la llamé desde la entrada, supe que algo iba mal. Al instante mil teorías distintas, y cada una peor que la anterior, me pasaron por la cabeza, y sin pensármelo dos veces corrí hasta la sala que habíamos bautizado como el salón.
Pero cuando llegué vi que no había ni rastro de Marion. Era como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra, y lo único que quedaba de ella era el rastro de todos los cajones abiertos y las pocas cosas que teníamos esparcidas por el suelo. Y en medio de todo aquel desastre, había cuatro botes vacíos de pastillas. Me acerqué y me agaché para poder verlos de cerca, solo para asegurarme de lo que ya era obvio.
Aquellas eran las pastillas que se suponía que Marion había dejado de tomar.
Durante unos instantes no pude ni si quiera reaccionar, y me quedé mirando aquello como en una ensoñación, hasta que un pánico repentino se apoderó de mí, y comencé a imaginarme lo peor al ver aquellos botes vacíos y ver que Marion parecía haberse esfumado. Pero no tuve tiempo de pensar en nada más, porque justo entonces escuché que la puerta se abría y se cerraba, y un instante después Marion apareció en el salón.
Estaba cubierta por un grueso abrigo que ocultaba su vientre de cinco meses, y en cuanto me vio agachado con uno de los botes vacíos en la mano palideció y se quedó petrificada en el sitio. Incluso en aquel momento se podía ver a la perfección lo débil que estaba: tenía una delgadez que carecía completamente de salud, unas ojeras negras como el carbón cubrían la parte inferior de sus ojos y su pelo había perdido todo el brillo que siempre le caracterizaba. Pero aun así, pensé en ese momento, ni siquiera aquel estado le había impedido levantarse de la cama Dios sabe durante cuánto tiempo e ir a buscar pastillas, probablemente de manos del monstruo de Michael, que era quien se las había proporcionado siempre.
-Me mentiste. - Fue lo que primero que dije, en un susurro enfurecido, apretando en mi puño aquel bote de pastillas.
-Louis... - Comenzó a decir Marion, pero la interrumpí.
Me levanté de golpe y tiré el bote vacío contra el resto que se encontraba esparcido en el suelo.
-¿Cómo has podido? - Dije, ya prácticamente con lágrimas en los ojos. - ¿Cuándo volviste a recaer?
Marion balbuceó algunas cosas ininteligibles durante unos instantes sin encontrar las palabras, hasta que finalmente, con la voz rota, respondió, increíblemente avergonzado y claramente atormentada:
-Hace un mes.
-Maldita sea. Maldita sea, Marion. - Repuse, llevándome las manos a la cabeza, prácticamente entre lágrimas. - No me puedo creer que lo hayas hecho. ¿Cómo has podido poner la vida de nuestra hija en peligro? ¡¿Es que acaso ella no se te ha pasado por la cabeza ni un solo instante?!
-Ni se te ocurra hacerme sentir culpable, eso ya lo hago muy bien yo sola. - Dijo Marion, señalándome con el dedo índice, dos gruesas lágrimas rodando por sus mejillas hundidas. - Tú no tienes ni idea de por lo que estoy pasando. No sabes lo que es tener toda... Toda esta rabia en tu interior que no se va por mucho que lo intentes. Toda esta tristeza, esa sensación de que no eres merecedor de las cosas buenas que te están pasando. Las pesadillas continuas por las noches, los demonios que no dejan de susurrarme al oído, las náuseas cada vez que pienso en tener que pasar un día más en esta mierda de mundo. - Ahora Marion no hacía nada por ocultar aquella desesperación que había pasado delante de mis ojos de forma inadvertida todo este tiempo. Cuando volvió a hablar, gritaba entre amargas lágrimas que me rompieron el corazón: - Y ahora este maldito embarazo que me está chupando toda mi vitalidad, que me está destrozando tanto física como mentalmente. No puedo soportar estar en cama ni un solo minuto más, ni estar vomitando a todas horas ni apenas mantenerme despierta sin sentir un dolor que parece partirme en dos. ¡No puedo más, Louis! No quiero seguir viviendo si es de esta forma. Y en tan solo cuatro meses las cosas empeorarán, porque tendremos a una niña que ninguno de los dos pedimos. No estoy preparada para ser madre; pensé que sería fácil, pero no lo va a ser. No puedo encargarme de una niña, no puedo dejarla a mi cargo. Y eso es lo peor: la culpabilidad que me corroe. Esa culpabilidad me está destrozando el corazón y está resquebrajando mi mente. Y la única forma que tengo hacer acallar todos estos demonios y sentimientos que me absorben cada segundo del día son mis pastillas.
Después de todo el tiempo que ha pasado, sé que en ese momento debía haber comprendido a Marion, debía haber estado ahí para ella, porque era cuando más me necesitaba. Sin embargo, en ese instante estaba tan cegado por mi propio dolor, y era aún tan inmaduro, que lo único que mi corazón pareció indicarme fue contraatacar:
-Siempre es igual contigo, Marion. Tan solo piensas en ti, como de costumbre. Eres una egoísta. Y, créeme, antes no me importaba, porque yo también tenía mi mierda con la que lidiar y al fin y al cabo solo te jodías a ti misma tomando esa basura de drogas. Pero ahora la vida de Zelda depende de ti, y ni siquiera eso ha sido suficiente para hacerte recapacitar antes de recaer. Si quieres joderte la vida, muy bien, adelante, pero ni se te ocurra llevarte por delante a nuestra hija, porque ella no se lo merece. Jamás pensé que podrías llegar a hacer algo así, Marion. Te creía mejor, pero está claro que me equivoqué. Espérate a que nazca Zelda y haz con tu cuerpo y tu salud lo que te dé la gana, poco me importa, pero no le hagas eso a tu propia hija, que aún ni siquiera ha nacido, que merece una vida mejor.
En cuanto pronuncié aquellas palabras, me arrepentí. Más aún, me sentí como el ser más despreciable que jamás había pisado la Tierra, y supe que había ido demasiado lejos. No trato de justificarme, pero, como he dicho, por aquella época aún tenía mucho que aprender de la vida.
Y, sobre todo, del poder que tienen las palabras sobre las personas.
Durante unos instantes de shock, Marion se me quedó mirando anonadada y, sobre todo, con el dolor más intenso clavado en el rostro, como si acabase de clavarle una flecha en todo el corazón. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, pero en esta ocasión no las dejó caer. Por el contrario, inspiró profundamente y, sin decir ni una palabra, se giró y se fue. Unos instantes después escuché cómo la puerta se cerraba de un fuerte portazo y el sonido del coche (un coche destartalado que había conseguido arreglar con piezas del desguace) arrancando.
Desde entonces me he repetido en muchas ocasiones que, si hubiese sabido lo que estaba por venir, habría hecho lo que en mi fuero interno realmente deseaba: habría corrido detrás de Marion y, antes de que le hubiese dado tiempo a llegar al coche, le habría pedido perdón, la habría abrazado y la habría besado hasta quedarme sin aliento. Y le habría dicho que saldríamos de esta juntos, que yo iba a estar a su lado en todo momento y que no tenía nada que temer, porque la amaba con todo mi corazón y nunca la abandonaría. Que seríamos una familia, como llevábamos cinco meses soñando, y que por fin tendríamos ese final feliz que tanto nos merecíamos.
Pero nunca tuve oportunidad de decirle aquellas palabras.
Permanecí toda la tarde dando vueltas por nuestra casa muerto de angustia y preocupación por ella. No se había llevado el móvil, así que no podía llamarla, y lo único que podía hacer era esperar, y esperar, y esperar.
Esperé hasta que anocheció, pero no había ni rastro de Marion. Por aquel entonces estaba a punto de sufrir un paro cardíaco al no tener noticias... Hasta de, repente, llamaron a la puerta.
Convencido de que era Marion, corrí hasta la puerta principal, deseando abrirla y encontrarme cara a cara con ella, disculparme y arreglar las cosas. Sin embargo, cuando, sin aliento, abrí, tan solo me encontré con dos agentes de policía: el jefe y su segundo al mando, a los que por aquel entonces conocía de sobra, después de todas las veces que había pasado por comisaría.
Y ellos nos conocían perfectamente a Marion y a mí, y sabían lo del embarazo de Marion, al igual que el resto del maldito pueblo. Así que supongo que por eso decidieron venir a verme a mí primero.
-Agentes... ¿Qué ocurre? - Pregunté, demasiado confuso como para ni siquiera comenzar a imaginarme lo que realmente pasaba.
El jefe de policía puso una expresión de la más absoluta desolación, se quitó el sombrero y, con una solemnidad infinita, dijo, sin andarme por las ramas:
-Venimos a informarte de que... Hemos encontrado tu coche en el fondo del río Jhonson, tras haberse descarriado del puente del norte... Y en su interior estaba Marion. Siento informarte de que, para cuando avisaron a la ambulancia, ya no había nada que hacer. Era demasiado tarde para Marion.
Y, efectivamente, aquel fue el último día que vi a Marion con vida, porque mientras yo estaba en la casa, ella se estaba ahogando en el río, atrapada en el coche y luchando no solo por salvar su vida, sino también la de nuestra hija.
Hasta que no pudo luchar más y murió.

***

Fui a la morgue aquella misma noche, pero no fui solo: mi madre vino conmigo, sin separarse de mi lado ni un solo instante. Durante todo el camino permanecí completamente paralizado y sin soltar ni una sola lágrima. Supongo que mi mente seguía demasiado en shock y no terminaba de aceptarlo, y que aquella era la única forma que tenía de enfrentarme a la realización de que, mientras que hacía tan solo unas horas había tenido a Marion frente a mí, ahora se había ido para siempre. Mi madre me tomó de la mano durante todo el camino, incluso mientras conducía, pero tampoco dijo ni una palabra. Se notaba claramente que había estado llorando a moco tendido, pues tenía los ojos rojos e hinchados, y un par de regueros de lágrimas se habían quedado marcados en su maquillaje. Pero, delante de mí, se mantuvo tan fuerte como podía, pues sabía que, si ella se derrumbaba, yo también lo haría.
Así, y como protegiéndome de aquel dolor que sabía que tarde o temprano me acecharía, aquel viaje se me pasó al mismo tiempo increíblemente lento y rápido, y lo pasé como en una ensoñación, o como si estuviese viviendo aquellos acontecimientos en tercera y no en primera persona.
Eso, claro está, hasta que llegamos a la morgue. Si te soy sincero, no recuerdo muy bien lo que ocurrió cuando llegamos; sé que mi madre habló con un hombre tan viejo que me preguntaba cómo aún seguía trabajando, y que nos dijeron algo sobre que tal vez lo mejor para mí era no ver el cuerpo de Marion.
Pero, obviamente, no les hice ni caso. Porque entonces otro hombre cuyo rostro no recuerdo abrió la puerta al depósito y ahí, tumbada encima de una camilla de metal, estaba Marion.
Aún tengo clavado en mi mente como si fuesen garras de fuego lo que sentí cuando la vi, porque desde entonces no he vuelto a sentir una desesperación tan desgarradora, una sensación de tal vacío, de sentir que me habían arrebatado por completo el aire y que todo el peso del mundo caía sobre mis hombros. Por un instante, ni siquiera tuve voz, hasta que, de repente, solté todo lo que había estado guardando en mi interior, todos aquellos sentimientos, aquella tristeza que parecía querer arrancarme el corazón. Con las lágrimas cayendo de mis ojos como en un manantial y mis labios gritando su nombre hasta que me quedé sin voz, traté de correr hacia ella, pero mi madre me aferró con fuerza de un brazo y me rodeó en un fuerte abrazo. Lloré de forma desgarrada, y sollocé contra su hombro sintiendo como si me hubiesen abierto en canal y mis entrañas se estuviesen desparramando por el suelo. Era como si mi interior se estuviese partiendo en dos y me hubiesen arrancado el corazón de cuajo, mientras en mi mente no dejaba de repetirse la imagen de una pálida e inmóvil Marion tumbada sin vida en aquella camilla, y su vientre hinchado, del que Zelda nunca llegaría a salir, claramente visible debajo de la indigna manta verde con la que Marion estaba cubierta.
Mis recuerdos de lo que ocurrió después son febriles y completamente aleatorios; como supe después, me pasé toda la noche sumido en un estado de shock del que parecía imposible hacerme salir. No solo eso, si no que no me separé de Marion hasta que, de madrugada, consiguieron llevarme al hospital. Aunque claramente iba contra las normas, no hubo nadie lo suficientemente inhumano como para haberme separado de ella, pues durante todas aquellas horas permanecí sentado en el suelo junto a su camilla, aferrando su mano fría y muerta con fuerza mientras lloraba con la mirada perdida, sabiendo que aquella era la última vez que la tendría tan cerca de mí.
Y, aun así, una parte casi enloquecida de mí permaneció allí porque tenía la esperanza de que en cualquier momento el cuerpo de Marion recuperase su calidez, que ella se levantase de su camilla, esbozase aquella sonrisa torcida a la que amaba más que a mi propia vida y que me dijese que todo estaba bien, que había sido un malentendido pero que ya podíamos volver a casa.
Pero, obviamente, Marion nunca despertó.
Y, con ella, murió mi hija, murieron mis sueños, mis esperanzas y el futuro que había soñado para nosotros.
Con Marion, murió el que hasta entonces había sido el periodo más feliz de mi vida.

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Siento mucho la espera, pero he tenido muuuchos problemas para escribir este capítulo; me ha parecido el más complicado de todos y quería tratar de hacerle justicia a un personaje como Marion, para intentar describirla tal y como es en mi mente. Igualmente, muchas gracias por la espera :)

Si os ha gustado, por favor, votad, comentad y compartid :)
Muchas gracias,
Alice. xx

Warrior | l. t. |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora