CAPÍTULO CUATRO

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   Al entrar en el invernadero sentí como si mis zapatillas se hundieran al menos un centímetro en la hojarasca. El aire era denso, cargado del aroma de las hojas húmedas descomponiéndose en la tierra. Suena desagradable, pero no lo era.

Creí ver a Jace adentrarse entre la maleza. Así que avancé a toda prisa, pero sólo conseguí perder de vista la puerta por la que había llegado.

Por más que busqué entre la vegetación, no logré ver a nadie. Era como si los árboles se hubieran tragado a todos mis compañeros.

Una sensación extraña me invadió de pronto. Había demasiado silencio, los únicos ruidos que lograba percibir eran los que yo misma producía al estar allí.

Si miraba hacia arriba, aún era posible distinguir la enorme cúpula de cristal que sostenían las pilastras del invernadero. Debían de faltar al menos unas dos horas para el medio día, sin embargo, la luz que llegaba del exterior era tenue y daba la sensación de un día nublado.

—Tienes que concentrarte, Rosse —me reprendí a mí misma—. Lo primero que tienes que hacer es alejarte de la entrada, y ya lo estás consiguiendo.

Respiré profundo.

Sólo podíamos entrar realmente en el bosque de los talentos si nos desligábamos del sentido de orientación. Es decir: había que perderse. Aunque al principio nos diera un poco de miedo.

Cerré los ojos y comencé a caminar enfocándome en los ruidos que hacían mis zapatillas al aplastar las hojas secas en el suelo. Con mi mano izquierda fui despejando ramas y alguna que otra maleza que me asaltaba de frente. Crujían algunas hojas, y las ramas delgadas que estaban resecas se partían al mínimo tacto. Hice este ejercicio por lo menos diez o quince minutos, avanzando a ciegas hasta que me olvidé de que estaba al interior del invernadero.

Mientras caminaba, un feo cuervo me sobresaltó con su horrendo graznido.

Si hubiera seguido caminando por el sendero en el que iba, me hubiese caído por la pendiente de un río. Ahora el río estaba seco y en su cuenca sólo había toneladas de piedras y rocas apiladas unas encima de otras.

—Eso explica el porqué muchos no vuelven—le comenté al cuervo medio en broma. Y este, sin hacerme mayor juicio, fue a posarse a la rama de otro árbol. Vaya compañía.

Malverde había dicho que teníamos que ser cautelosos o el bosque podía volverse en nuestra contra. Debíamos centrarnos en la experiencia. Dejar salir los reales deseos de nuestros corazones. Y si algo deseaba en este preciso momento, era no estar sola. Algo en este bosque me causaba recelo, no sé, me sentía constantemente observada.

Avancé por la orilla del río hasta que hallé un viejo puente colgante. Lo moví con fuerza de ambos lados y no se desplomó, así que crucé con cautela evitando que la estructura se moviera demasiado. Para mi sorpresa, un pequeño hilillo de agua aún se hacía camino entre las rocas, lo que quizá significaba que en invierno, si es que llovía algo, habría un caudal más o menos decente.

Estaba a punto de llegar al otro lado cuando los molestos graznidos del cuervo me hostigaron a cruzar de golpe lo que quedaba del puente.

—¡Serás, cabrón! —le reclamé al cuervo, que pasó aleteando cerca de mi rostro.

Al adentrarme en esta parte del bosque, noté que la vegetación era distinta. Hasta el aire me pareció diferente, más liviano que al principio, más puro. Había un aroma a eucaliptus demasiado fuerte.

El musgo y los helechos se habían adueñado de todo lo que habían pillado a su alcance.

—¿Rosse? —La voz de Siba, una de mis compañeras, me sacó de las divagaciones—. ¿Qué haces aquí?

COVEN 1Where stories live. Discover now