Lentamente la respiración vuelve a su normalidad y sólo puedo ver su sonrisa.

–No me gusta verte tan seria –dice Cami al pararse, me tiende una mano–, te saldrán arrugas.

–Ridícula –le digo con otra sonrisa.

–Bien, será mejor que vaya a la cocina. La tía Cristina trajo un kuchen de moras casero que está para chuparse los dedos. ¿Te nos unes?

Escucho algunas risitas de mamá y tía Cristina, el parcito más copuchento de Puerto Varas, pelambres que adora escuchar la metiche de mi hermana.

–Gracias, pero esta vez paso. Iré al lago con papá.

–Tú te lo pierdes... –canturrea camino a la cocina.

Me quedo unos minutos frente a la gran chimenea de piedra oscura, frente a aquellas valientes y juguetonas llamas que me cobijan, que me animan. O al menos eso quiero creer. Necesito valor para decirlo, hoy.

Aquella rústica casa de ventanales panorámicos parece ser la misma. Por muchos años pensé que era el hogar perfecto, lleno de eventos sociales y cumpleaños. Cada uno de sus rincones guarda un secreto, un mensaje de mis padres a sus futuras generaciones. Y es que a mi papá le encanta la carpintería, construir bibliotecas de formas novedosas y muebles con sellos personales. Mi mamá por su parte se adueñó de los baños y la cocina, creando perfectas composiciones coloridas en mosaico irreproducibles.

Y nuevamente lo siento. Este lugar ya no es el hogar perfecto. Todos sus espacios, luces y recuerdos me golpean diariamente. Por más que lo intento, este lugar ya no puede ser mi hogar.

Me pongo mi abrigo, las botas y bajo por la ladera. Es un día frío, nublado y ventoso. Los pinos se mueven de par en par al igual que las sincronizadas olas del lago Llanquihue. El sonido del agua se hace cada vez más fuerte y el aroma a madera mojada me es fiel en todo el trayecto.

Diviso a mi papá a lo lejos y por un momento creo no ser capaz de hacerlo. De cerrar las puertas a cualquier cambio y mantener esa estúpida sonrisa. Pero no, debo ser más fuerte.

–Hola –sorprendo a mi papá al llegar al extremo del muelle–. ¿Cómo ha ido la pesca?

–Aún no pierdo las esperanzas –bromea–. Por cierto, dejé tu caña cerca del kayak.

–Gracias –no soy capaz de moverme. Observo el aspecto sereno de su perfil, sus gafas redondas, su gorra azul marino y su desparramado cabello con manchones grises–. Papá...

En cuanto nos miramos queda inmóvil, e inmediatamente deja su caña. Ésta no será otra de esas charlas.

–Alicia, hija. ¿Sucede algo?

–No, nada. Es acerca de mí.

–Por lo mismo ¿Estás bien? –se limpia las manos en su chaqueta sin despegarme la vista.

Sonrío automáticamente, tal como los demás lo necesitan. Pero no dura mucho. Suelto un respiro y todo en mí se desfigura.

–No, no estoy bien –la voz me tiembla–. Hace mucho que no lo estoy. La verdad es que me siento cansada, sin aire... y este lugar...

Bajo la mirada hacia mis manos, un par de gotas caen abruptamente en ellas. Mierda, hace mucho que no lloraba.

–Hija, no tengas miedo. ¿En qué estás pensando?

Abro los ojos como plato. Siento mi pena, su pena, el dolor de todos. De aquella noche y de todos los malditos días que le siguieron. Del llanto, de la ausencia.

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