Epílogo. El prisionero del abismo

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Una rata correteaba por las calles subterráneas de Dragosta

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Una rata correteaba por las calles subterráneas de Dragosta. Sin miedo, se adentró en sus profundidades, más abajo incluso que las viviendas más recónditas de la ciudad, y se deslizó por el alcantarillado, allí donde el aire se tornaba húmedo y maloliente.

Él la oyó desde su prisión en lo más hondo de Dragosta, en el mismísimo abismo. Con una sonrisa endiablada, cruzó los dedos para que llegara hasta su celda. La atraparía entre sus garras y destrozaría su diminuto y patético cuerpo. La sangre caliente y repugnante se vertería mientras él imaginaba que entre sus manos tenía el corazón todavía palpitante de la rata traicionera que lo había encerrado hacía décadas.

Maldita fuera Anghelika por toda la eternidad. Hacía casi un año que ni siquiera se dignaba a llevarle sangre para saciar su terrible sed. Tal había sido su agonía, que se había arañado la piel de la garganta hasta desollarla.

Habría preferido desecarse para sumirse en un letargo y dejar de padecer, pero cada vez que Anghelika le llevaba un esclavo del que alimentarse, no podía resistirlo y bebía hasta la última gota de sangre. No lograba saciarse y su frustración aumentaba cuando se percataba de que esos humanos no tenían ningún interés. No vivían en la corte de Dragosta ni estaban en contacto con vampiros poderosos. En consecuencia, cuando se alimentaba de ellos, no veía nada que pudiera serle útil para salir de esa maldita prisión.

Era una tortura casi tan grande como el ardor de su garganta.

Hacía años que había perdido la noción del tiempo y su contacto con el exterior se limitaba a las espaciadas visitas de la reina. Él le gritaba, pero ella no hacía nada. No hablaba ni se inmutaba ante su sufrimiento o su ira. Era, sin duda, la Reina de Hielo.

¿Por qué lo mantenía con vida? ¿Acaso pretendía torturarlo por los siglos de los siglos? ¿Tanto lo odiaba? No lo mataba, pero tampoco le permitía desecarse y sumirse en un sueño. Maldita, maldita, ¡maldita!

Mientras la rata continuaba su correteo sin percatarse de la muerte que la aguardaba, él alimentaba su odio. Algún día escaparía de su prisión y recuperaría lo que Anghelika le había robado.

Ah, la rata estaba cerca. Aguzó el oído y sonrió. Sus labios resecos se agrietaron al curvarse hacia arriba y la sangre manó de ellos. Había muchas ratas. Ratas grandes y ruidosas descendiendo por los escalones de piedra resbaladiza.

Ratas ardiendo, pensó cuando la luz de un fuego lo cegó. Después de décadas en la más completa oscuridad, aquella antorcha fue como mirar al sol directamente.

Privado de la vista, se concentró en el oído, fue entonces cuando los oyó hablar:

—Forzad la reja —ordenó una voz que conocía.

Una voz que conocía... Dragan. Sí, era Dragan.

El fuego aún lo cegaba, pero escuchó los quejidos del acero cuando intentaron abrirlo y un siseo.

Los eternos malditos ✔️ [El canto de la calavera 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora