3. El deber de un hijo

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Muy lejos de Wendolyn, al sur de la provincia de Reeliska, una lujosa carroza recorría caminos pedregosos

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Muy lejos de Wendolyn, al sur de la provincia de Reeliska, una lujosa carroza recorría caminos pedregosos. Los continuos desniveles hacían que avanzara dando tumbos. Su pobre pasajero se sujetaba como podía en el interior sin dejar de fruncir el ceño.

Elliot no quería ir a Saphirla. Todo había sido idea de sus padres que insistían en que, como futuro duque de Wiktoria, debía hacerse un hueco en la corte real. Ello implicaba trasladarse a la capital del reino, ir a fiestas que consideraba superficiales y reír cuando nada de lo que esa gente decía le resultaba gracioso.

Pero un joven de dieciocho años era un hombre y ya era hora de que encontrara esposa y tuviera hijos. Ese era probablemente el tema que más le preocupaba, porque Elliot nunca había estado con una mujer.

No se debía a que no le atrajeran. Incluso a pesar de los problemas que le acarreaba que dudaran de su hombría, él no quería acostarse con cualquiera, buscaba a alguien a quien amar y deseaba que fuera algo especial. Esa era la razón por la que nunca había estado con nadie a pesar de que era habitual que los nobles de su edad tuvieran amantes. Su propio padre había intentado tentarlo dejando a mujeres ligeras de ropa en sus aposentos, pero Elliot las sacaba en cuanto las descubría.

Por eso su padre lo había enviado a Saphirla con la orden expresa de no regresar sin una prometida. En teoría, no debería resultarle complicado encontrarla. Elliot era un joven apuesto, con un rostro angelical, cabello rubio ensortijado y unos ojos verdes rodeados de espesas pestañas doradas que a más de una dama le habían quitado el hipo. Pero debido a la escasa atención que el joven mostraba, las mujeres de Wiktoria habían perdido el interés hasta que ya ninguna había vuelto a insinuársele.

Debido a ello, los duques lo habían enviado acompañado de Leopold, el sirviente más antiguo de la familia. Su misión era escoltarlo a tantos festejos como fuera posible y evitar que se escabullera para leer. También lo observaría en la lejanía, atento a cualquier pretendienta.

Era consciente de que aquello que realmente carcomía la mente de su padre era que no parecían interesarle las mujeres, lo que para él dejaba solo una opción restante que no estaba dispuesto a permitir.

Elliot no le había concedido mayor importancia. Sabía que todos creían que era afeminado simplemente porque le gustaba sentarse a leer en lugar de salir de cacería. Además, a pesar de su habilidad con la esgrima, su maestro solía decirle que en lugar de pelear parecía danzar.

Su vida sería más sencilla si pudiera ser como su amigo Adler. A él le importaba bien poco si eran mujeres hermosas, gordas, flacas... iba detrás de cuanta falda se le ponía delante, hecho que Elliot encontraba ridículo. Pero como su amigo no se burlaba de él por estar siempre metido entre libros, él también debía respetar su escaso autocontrol.

El joven suspiró y asomó el rostro por la ventanilla de la carroza. Atravesaba el centro de Reeliska, donde abundaban las colinas verdes y campos de labranza. Los paisajes se sucedían uno tras otro sin lograr captar su atención. Había intentado dormir, pero los continuos bamboleos de la carroza le impedían no solo descansar, sino también leer.

Los eternos malditos ✔️ [El canto de la calavera 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora