Capítulo XXI. La verdad [1/2]

500 101 79
                                    




Cuando tenía cinco años, mis padres decidieron que eran muy jóvenes para tenerme. Decidieron que mis abuelos deberían criarme, darme el amor que ellos creían no poder ser capaces de darme pero se escondieron tras la excusa de que querían trabajar y hacer el dinero necesario para mantenerme como se debía.

Pero ese momento nunca llegó, porque esa nunca fue la verdadera razón.

Extrañé a mis padres los primeros años de mi vida, los extrañaba en las noches cuando intentaba dormir y no podía. Necesitaba de alguien que me leyese un cuento, necesitaba de alguien que me acariciara el cabello y me tarareara una canción para dormir; pero ese alguien nunca existió bajo la forma de unos padres, lo hizo bajo el nombre de Elaena, mi abuela.

Mi abuela fue la persona que me trenzaba el cabello para ir a la escuela, fue quien me enseñó a restar y a sumar; y luego eso empecé a aplicarlo en mi vida. Restar el dolor, sumar el amor. Y eso hice... hasta que unos ojos azules aparecieron en mi vida.

—Abuela, ¿qué miras tanto? —le había preguntado. Pero ella solo me había sonreído y me había tomado de la mano con firmeza, con los ojos brillándole como faroles y estrellas y un color suave y palpable subiéndosele a las mejillas.

Y entonces, lo vi.

Los ojos azules más hermosos que había visto en mi vida. el cielo se alzaba en ellos, el mar profundo e interminable en ellos se encontraban, jamás unos ojos me habían atrapado de aquella manera; eran tan intensos, profundos, enigmáticos, que de pronto sentí que la sangre se me iba del cuerpo. Fue la primera vez que sentí amor por alguien que no conocía.

Porque en sus ojos encontré la verdad. Vi a través de aquella transparencia el miedo de la pérdida; me observaron con misterio, detallándome de a poco, haciendo que los nervios me invadieran por completo. Me aferré a la mano de mi abuela y desvié la mirada, reprimiendo una sonrisa.

Esa fue la primera vez que le vi.

—Abuela, ¿quién es él? —le había preguntado una noche, cuando abuelo estaba trabajando y la luna era nuestra única compañera.

—¿Crees en las almas gemelas, luciérnaga?

—No lo sé... ¿por qué?

—Porque él es la mía. Creo en el destino, Cami, y creo que hay personas que nacieron para complementarse, para juntar sus almas en una sola, para acompañarse hasta la eternidad.

—Entonces tú eres mi alma gemela, abuela —musité con la inocencia de una niña de siete años que solo conocía el amor que ella le había dado. Elaena le levantó el mentón con ternura y le pasó una mano por el cabello, desenredando unos mechones.

—No, luciérnaga. No soy tu alma gemela, pero tengo fe en que la encontrarás —comentó. Y, mucho después entendí, el brillo que tenía en sus ojos eran las lágrimas que no salían.

—¿Por qué luciérnaga, abuela? —pregunté, curiosa.

—Porque iluminas, brillas con luz propia, no necesitas de nadie más; recuérdalo, ¿sí? Eres independiente. Una mujer no necesita de nadie para ser feliz —me había dicho. Y vaya que había olvidado sus palabras.

—Pero yo te necesito, abuela —y ella solo se limitó a reírse de mi inocencia y mis palabras suaves. Era una niña que aún no entendía lo que la vida implicaba.

Ese verano fuimos al parque muchas veces. Solía montarme en los toboganes y Julian me esperaba abajo, para luego cargarme y llevarme entre sus brazos diciendo que volaba. Y yo reía, porque amaba que el viento me pegara en la cara y la brisa me soplara en el rostro. Amaba que el viento se me moviese con furia hacia atrás y sentir que la libertad me llenaba el alma.

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora