Capitulo VI

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WILLIAM

—¿Dónde está? —pregunté mientras caminaba por los largos pasillos sin color ni vida. Ya había visitado este lugar, la cárcel, incluso durante un tiempo se volvió un lugar recurrente. Hasta que lo supe, me lo confesó luego de que lo golpeé casi a muerte y el pensamiento y remordimiento iban a terminar por matarlo antes que los golpes. No había ido más hasta ese momento.

Las paredes eran sanguinarias, el dolor que se colaba en ellas era inminente y la deshonra, los gritos y las palabras no dichas por los inocentes parecían llorarle a esas cadenas y rejas por la libertad que muy pocos merecían.

La prisión no debía ser fácil. Vivir sin que la luz toque tu cara, sin que la brisa te llene el alma y sin sentir el aroma de los días, ver la luna por la noche... sin embargo, cuando pensaba en él, ya no sentía nada. De pronto sentía que lo merecía, que debía pagar por haberme hecho esto, por hacerme vivir una mentira.

—¡Pero si mira a quien tenemos aquí! El que se hace llamar mi hijo —dijo mi padre en cuanto llegué a su celda. Me senté cerca, para que sintiera mi respiración fluida y le doliera. Le molestara que su odio hacia mí solo hubiera logrado fortalecerme. Él me había vuelto inmune.

—Pero si mira a quién vine a visitar... el que me vio crecer creyéndose buen padre hasta que se le agotaron las mentiras —repliqué con odio. La ira me consumía, el dolor ya no estaba y sin embargo, mi corazón se sentía débil, aquel muro que había creado parecía desmoronarse y convertirse en cenizas que jamás podría reconstruir. Él había logrado hacerme daño para siempre, pero había sido el daño lo que me había impulsado a seguir, a levantarme con más fuerza.

—¿Cuánto te piden ahora por mí ahora que has sacado la empresa hacia adelante? ¿No quieres pagarme, pequeño Will? ¿Quieres que me pudra aquí? No importa dónde esté... me pudriré donde sea, pero ya te habría visto hacerlo primero.

—Cállate —me desquiciaban sus palabras. Eran dagas de hielo que me atravesaban, me volvían más frío que nunca—. Estoy aquí para decirte que aunque creas que me has dañado por dentro y que nunca podré salir adelante, la vida se recompone para mí como nunca lo hará la tuya.

—O la de tu madre... dime, ¿qué se siente haberla matado? —preguntó con ironía. Había sido un error venir aquí y lo sabía. Me levanté inmediatamente con los puños cerrados y jurando en mi mente que lo mataría, allí mismo lo haría—. Aún te duele, aún te sientes culpable... ¿cómo se siente vivir solo? —preguntaba y sabía que estábamos entrando en aquella oscuridad que nos dominaba. Ambos la habíamos amado, pero él lo hacía de forma cruel, de manera ingrata, de ningún modo una mujer hubiese sentido satisfacción al ser amada de esa manera. Más de una vez escuché sus gritos mientras intentaba esconder mi cabeza bajo la almohada. Más de una vez me culpé porque yo le había provocado eso, nacer la estaba matando... pero era él quien de verdad le había estado haciendo daño—. Yo la amaba, ¿sabes? Y ella huyó.

—¡Lo hizo por mí! Porque iba a morir frente a mí y prefirió que no lo supiera. Yo era un niño aún para pensar que estaba muriendo. Creía que era una enfermedad y ya. ¡Tú la condenaste a la infelicidad y me dijiste que la había matado! Viví creyendo que se había suicidado, que no había luchado por mí, que me había dejado a mí, su único hijo, en manos del hombre que le arrebató la vida —las palabras que salían de mi boca eran ponzoñosas pero de alguna forma se sentía bien, herirlo se sentía bien.

—¡Lárgate! Lárgate y no vuelvas —gritó, levantándose del suelo. Y eso hice, cogí mi auto y me fui de allí. Esta vez para siempre.

—Jefe... —decía alguien pero yo estaba consumido en mis pensamientos—. ¡William!

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora