Capítulo XV

587 147 53
                                    

          

Se había dormido bajo la luz plateada de la luna, escuchando el murmullo del mar cuando este repicaba contra las olas. Estaba sin camisa; habíamos decidido nadar aquel día y era la tercera vez que le contaba los lunares. No podía dejar de mirarlo... su cuerpo, iluminado por la tenue luz de la luna, se veía tan vulnerable. Ese era Will: un hombre cuya vulnerabilidad se escondía en cada rincón de su cuerpo. Y yo quería cada una de sus inseguridades, cada uno de sus defectos.

Su cuerpo majestuoso era tan hermoso como se debía y, aunque no era perfecto, estaba tan cerca de ello como cuando él me besaba y yo sentía que casi podía tocar el cielo.

Diez. Tenía diez lunares por todo el cuerpo, al menos donde ella había logrado ver. Algunos en los brazos, uno en el cuello... Sin más, aleteó las pestañas un segundo y luego abrió por completo sus ojos azulados como el mar y la infinidad que en él se alzaba. Ladeó una sonrisa estrictamente para mí y, aquella sonrisa, se sintió tan íntima... como si, por ser yo la que se la había provocado, ya me pertenecía.

—Me he quedado dormido —murmuró. Luego se incorporó de golpe y se le escapó una sonrisa de sus labios rojos—. Y tú has estado observándome porque, obviamente, soy muchísimo más atractivo que el paisaje —volvía a ser William Crawford, pensé, intentando disimular todas las inseguridades, tratando de esconder todas las cicatrices que habían marcado su cuerpo con fiereza, todo esto bajo la sutilidad de una sonrisa.

—Eres un egocéntrico.

—Pensé que era eso... al menos, definitivamente es lo que yo haría si te quedaras dormida —el sonrojo alcanzó mis mejillas antes de que pudiese apartarlo—. Estando tú, no consigo vislumbrar otro paisaje.

—Déjalo ya —susurré. Aparté la cabeza, mi mirada se perdió en la profundidad del mar y de las olas que repicaban contra las rocas.

—Cuando te sonrojas, parece que tus mejillas combinaran con el color de tu cabello —dijo simplemente. Sentí como el calor invadía mi cuerpo y me dispuse a mirarlo a los ojos. Estos brillaban y, aunque la luna plateada se alzaba sobre nosotros, para mí no había nada más brillante que ellos—. Te ves más hermosa —murmuró y aquella corriente eléctrica que ya resultaba tan familiar se inyectó en mis venas de forma intensa. Sentí como su mirada hacía que mis mejillas ardieran; eso es lo que hacía en mí: causaba un aleteo, un cosquilleo en mi interior tan intenso, tan poderoso que podía arrasar conmigo misma. Lo quería, lo quería de una forma que ya encontraba inexplicable y es que no podía entender cómo es que su nombre se había tatuado en mi alma de aquella manera, como nos habíamos convertido en un lazo eterno que jamás rompería, porque era un hilo demasiado potente para ser roto, porque en sus ojos encontraba las respuestas a las preguntas que tenía y su música, aquella que toda su vida había sido nada más que melodías sin sentido, por fin se había encontrado con la mía y ahora éramos una canción.

Podía jurar que, para esos momentos, era una canción que nunca acabaría.

Sus ojos me recordaban a mi niñez, aquellos momentos fugaces que se reproducían en mi memoria, uno de los pocos recuerdos que aún conservaba, que el viento no se los había llevado y que mi pérdida de memoria no me los había arrebatado. Me recordaban a los momentos donde había sido feliz; sin ataduras, sin cadenas, como un pájaro que vuela libre por los cielos desplegando sus alas por toda la infinidad.

—Te quiero —murmuré. Porque se lo merecía, porque... más allá de sentir que le debía, lo necesitaba como el oxígeno.

Había pasado ya ocho meses desde que lo había conocido. Su postura, su andar, su arrogancia y su manera antipática de ser desde el primer momento habían conseguido envolverme. Pero ese no era él en realidad; William era noble, dulce y amable, salíamos a comer todas las tardes luego de un agotador día de trabajo aquí, frente al mar, y la sal, el viento y la marea me hacían sentir en casa.

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora