Capítulo IV

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Me había reconocido. Quedé perpleja, inmóvil junto a la puerta. ¿Había escuchado bien? Mi abuela había dicho mi nombre y... y había dicho que me extrañaba.

Sin pensarlo, volteé enseguida y miré sus ojos, demacrados, llenos de súplicas y plegarias, llenos de dolor y sufrimiento. ¿Por qué la vida tenía que haberle quitado su luz? Siempre era así, bastaba con el sol se pusiese en la mañana para que pronto se fuese ocultando y empezara la oscuridad. Y así era la vida, la luz no era eterna, el abismo nos alcanzaba a todos.

—Abuela... —empecé a decir. Tenía tantas cosas que quería decirle. Pedirle que fuese fuerte, que luchara un poco más, que la vida no se le acabaría tan rápido si la disfrutaba... pero, ¿cómo pedirle eso cuando se hallaba en una camilla? Nunca volvería a respirar el aire ni aspirar el aroma de los árboles como tanto le gustaba. Nunca volvería a pasearse los jardines ni vestiría vestidos majestuosos llenos de pedrería. Nunca volvería a brillar porque la vida le había arrebatado eso: la esperanza, los sueños y las oportunidades.

—Oh, mi Cami, no sabes cuánto esperaba tu visita... día y noche pedía por volver a ver tus ojitos azules... —decía con la voz cansada pero, aún así, melodiosa. Su voz era canciones y música. Aun así, casi muerta, destellaba luz por todos sus poros, me brindaba fuerzas aunque no lo supiera.

—Cuanto lo siento, abuela... estoy... cada día sueño con eso. Dios, te necesito aquí, por favor, no te vayas. No te rindas porque el viento sopla en contra pero también lo hace la marea, y siempre hemos encontrado una forma de volver. Juntas. Reparadas —había empezado a llorar sin darme cuenta. Le debía tanto, sentía que tenía que pagárselo de alguna manera y no podía, solo podía dejarla ir.

—Cami, mi tiempo aquí ha terminado de todas formas. Hoy o en unos días, el tiempo no importa, habré desaparecido y me volveré cenizas. Pero quiero que vivas sabiendo que te amo, y que siempre te protegeré...

—Abuela, por favor... —me vi interrumpida por la llegada de una enfermera que me pedía, amablemente, que me retirara, pero no quería. No había hablado con ella, no le había contado cómo me sentía, lo mucho que sufrí, quería que lo supiese, quería que comprendiera que no estaba sola, que la calamidad también me había alcanzado y que yo también estaba sufriendo. Pero la enfermera insistía en que me retirara y sabía que tenía que hacerlo.

Me di la vuelta y me limpié las lágrimas. Me dirigí a la puerta con el corazón en la mano y mordiéndome el labio inferior hasta que sangrara. Quería sentir dolor, no podía dejarla sola...

Justo antes de salir, escuché aquel susurro que juro que me marcaría toda la vida...

—Lo siento, Cami —susurró entre sollozos. Pero ya no podía decirle nada, ya había cerrado la puerta.

William seguía sentado en la silla de la sala de espera. Miraba al techo con desaire y, aunque solo podía ver su perfil, juraría que era perfecto. Pestañas largas y oscuras y gruesas cejas acompañaban aquellos ojazos llenos de misterio y secretos. Me sacudió un escalofrío con tan solo verlo.

En cuanto me vio, se levantó y caminó hacia mí. Lo hacía con gracilidad, se movía como si fuese el rey y todos los demás sus esclavos. Tenía movimientos tan juveniles y espontáneos, caminaba como si el mundo entero estuviese a su merced. Y quizá así lo era.

—¿Y? ¿Cómo está? —preguntó con un sigilo de preocupación. En su mirada, podía ver que sí le importaba, no sabía el por qué pero lo hacía y su intento de mantener aquella amabilidad al margen fue como una estaca en el corazón. ¿Qué pudo haberlo lastimado tanto para creer que todos le harían daño? ¿Qué pudo haber destrozado sus sentimientos de tal manera que no confiaba en nadie? Parecía un hombre apasionado, entregado al destino, a la pasión como quien se lanza a un abismo creyendo que podría salir ileso. Derrochaba vida, pero sus ojos contaban una historia completamente diferente.

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora