Capítulo VIII

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La relación con mis padres no se había afianzado del todo. En un tiempo que ahora sentía muy lejano habían sido mis confidentes y amigos, sin embargo, luego de la muerte de mi abuela, sentí que tenía que liberarme primero de cargas, de dolores y de miedos para poder abrirles mi corazón otra vez... ya habían pasado cuatro meses desde que había vuelto, y el sentimiento de melancolía me invadía cada vez más abruptamente. No los perdí, de alguna manera, ellos fueron los que me perdieron a mí.

Sin embargo, eran mi familia y mi sangre y ellos no habían hecho otra cosa que amarme y anteponerme, o al menos eso había querido creer a lo largo de mi vida, pero sabía muy en el fondo que habían momentos en que el amor no era suficiente, y que el perdón era un tesoro que todos añorábamos obtener y dar pero, muchas veces, había que pasar por un proceso en donde nuestras almas estuviesen lo suficientemente limpias, puras y... sanas como para perdonar. Y yo muy bien sabía que la mía aún no lo estaba.

Es por eso que siempre, cuando miraba esas rosas regadas ahora sobre aquella mesita, un nudo se atascaba en mi garganta de manera irreparable, imparable. Él había sido parte de mi vida y se había de ella sin más, sin un por qué, sin explicaciones, y yo sabía que algo había pasado, que él no me hubiese hecho eso nunca porque... me amaba, me amaba y lo sabía. Me lo había demostrado una y otra vez, sus ojos, aquellos ojos cafés que me amaron sin tocarme tantas veces, fueron el ancla que me ató al mundo tantas veces, fueron la luz que llenó de cordura mi vida, fueron el paraíso dentro de aquel infierno que estaba viviendo y fueron mi guía, mi acompañante y mi pequeño tesoro, añorado y guardado, y mío, muy mío. Sabía por la intensidad de su sonrisa que su felicidad estaba a mi lado pero, como muchas veces pasaba, el amor no había sido suficiente y la marea nos había alcanzado, llevándonos y hundiéndonos en aquel mar oscuro y desconocido. Hacía tres meses que no lo veía y parecía ajena, ajena a aquellos días que tan feliz algún día me hicieron.

Recordaba aquel día con todo mi ser, mi alma y mi corazón. Habíamos decidido ir a su casa que se encontraba sola, pues sus padres habían salido a hacer viajes de negocios, y en cuanto entramos a ella el ambiente se había sentido igual que siempre: como un hogar. Deprisa, me tapó los ojos con un pañuelo y me guió a uno de los días más hermosos que él había podido regalarme. Y es que él, su esencia, su presencia y su alma eran una prueba fundamental que, aunque había vivido suficiente y también había sufrido demasiado, él lograba curarme, él... había logrado sacarme poco a poco de aquel muro en que me escondía lejos de todo y de todos. Él me había regalado la vida, y yo le había agradecido eso con besos, caricias y, con lo más importante, entregándole todo mi corazón y mi ser.

—Ya casi llegamos —susurró Sebastian cerca de mi oído. La piel se me erizó completamente, y supe en ese momento que solo él podía provocar eso, alterar mis emociones y colocar mi mundo de cabeza.

En cuanto abrí los ojos la gran biblioteca donde nos habíamos conocido se hallaba frente a mí, adornada con aquel majestuoso piano donde muchísimas veces tocó para mí y por mí, aquel piano con el que me contó su vida. Cada melodía era una historia que solo yo entendía, una forma de explicar su amor de una forma especial y nuestra. Yo lo entendía, su música, su melodía, su alma... ese día, volvió a hacerlo. Sentí cómo me mostraba el mundo entero: el cielo y la tierra, los mares y océanos, sentí la brisa y el sudor, sentí el frío y sentí el calor, pero lo mejor de todo es que sentía su amor, la música era un lazo que nos conectaba, era un lazo irrompible, totalmente nuestro, algo que solo nosotros entenderíamos porque ese era el hilo que nos ataba el uno al otro, alma con alma, corazón con corazón.

—¿Te das cuenta, luciérnaga? —preguntó mientras me subía al piano y se acercaba a mí, sintiendo cómo, sin rozarnos, podíamos tocarnos y amarnos a nuestra manera —. Somos música y poesía —dijo al fin, uniendo nuestros labios. Me dejé llevar por él, por el que creía que era el amor de mi vida. Sentí sus labios como si fueran los míos, sentí su corazón latiendo sobre el mío, y vi su alma, a través de sus besos me adentré en ella y supe, en ese momento, que no había hombre más puro que él, y era mío.

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora