Capítulo XVII

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El calor azotaba ese día, al menos, eso pensaba la gente. Will sentía frío, se congelaba por dentro, le temblaban los huesos. Sentía que se entumía, que terminaría por matarlo el frío que sentía en el alma, el hielo que se formaba en su corazón.

Había evitado a Camille toda esta semana. La más larga de su vida, decía. No dormía, no comía, solo pensaba y pensaba; sentía que la vida se le iba del cuerpo, que el aire se le escapaba de los pulmones, que el universo se tornaba negro y las estrellas desaparecían del cielo. No sentía el calor del sol; para Will, ya no existía ninguna estrella.

Habían tenido que atestiguar contra su padre. Creyó que sería más sencillo, pero no lo fue. La cabeza le daba vueltas, su mirada de odio, de rencor... no podía sacarla de su mente, no creía que podría hacerlo nunca.

Había visto a Camille ese día, llevaba ojeras debajo de sus ojos azules despampanantes. Tuvo que comerse las uñas porque si no se las clavaría en todo el cuerpo para pedirse autocontrol. Y es que moría por tocarla, por sentirla, por besarla... pero no podía.

Camille atestiguó y quiso esperarlo, pero él había insistido en que se fuera. No pareció muy convencida y su alma se partió en dos al ver su rostro sumido en el dolor. Intentó actuar firme y segura, como siempre, pero no le funcionó; ella sabía que algo ocurría, sabía que Will no era el mismo desde hace unos días y eso no estaba preocupándola, estaba destrozándola por completo.

—Quiero hablar con mi padre un segundo —pidió a uno de los guardias, quien al principio se negó, pero el dinero y la corrupción siempre eran más ansiados que las leyes y la justicia.

Caminó por unos pasillos con calma, las manos metidas en los bolsillos. El corazón le zumbaba, sentía molestia en todo el cuerpo. Cuando llegó a donde estaba, su padre se hallaba recostado en una banca, con las manos sobre la cabeza y se le veía realmente mal. Se decía que no podía ser posible que le hubiesen dado una cadena de cuarenta años por malversación de dinero, intento de homicidio y secuestro, sin derecho a fianza. Se tensó en cuanto Nicholas levantó la mirada y se encontró con su hijo mirándolo desde el otro lado de la reja.

—William —escupió. William le ladeó una sonrisa; disfrutaba de su dolor.

Podía hacerle daño, romperlo y maltratarlo, gritarle que lo odiaba, golpearlo y arrancarle la piel. Eso le dolería. Pero hacerle daño a Camille... eso lo estaba matando.

—Ahora sí te pudrirás para siempre.

—¿Crees que no tengo contactos, dinero? Las personas lo hacen todo por poder —masculló, aún recostado en la banca sucia y rota.

—No permitiré que le hagan nada. Los mataré, ¿lo sabes? No soy el niño que abandonaste, mataría por ella, haría lo que sea para que no puedas tocarla. No le harás nada, no mientras yo viva —las palabras eran ácido en su boca, sentía que se ahogaba.

—Eres un estúpido si crees que no se alejará de ti después de esto. No soportará el dolor, no soportará el miedo —William se tensó. Apretó la mandíbula y se obligó a tragar fuerte. Lo estaba provocando—. Ella no es como tú, William. Ella ha amado antes, y puede volver a amar. Tú solo la has amado a ella... ¿qué te hace creer que podrás vivir sin sentirla cerca? ¿Qué te hace creer que mantenerla a salvo, pero teniéndola lejos, te hará feliz? —William sintió que se arqueaba, que las piernas le fallaban y se rogó a sí mismo por mantener la cordura.

Su padre era un mentiroso, solo quería provocarlo, solo quería verlo sufrir, porque disfrutaba del dolor que le corría por las venas, disfrutaba del miedo que sentía de perderla... aunque muy bien sabía que ya la había perdido.

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora