III

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El día llegó rápido, como un tormenta de arena en pleno desierto, rápida e instantánea. Debían ser las doce del mediodía cuando la familia Hernández se congregó en el puerto para ver partir a su hijo, Alan.

El joven español se fijó que muchos marineros se encontraban embarcando en ese momento. Grandes navíos mercantes, pequeñas naves de pesca y alguna que otra nave de guerra. Su padre le había comentado que el almirante de La Torre se reuniría con él en Jamaica, antes debía fondear en Santo Domingo par asuntos de la marina que Fernando no quiso compartir. Alan llevaba a buen recaudo el cofre que su padre le había entregado las horas previas a la llegada al puerto. Su progenitor le advirtió: No debía abrirlo pasase lo que pasase.

Alan se despidió de sus amigos y embarco en el navío que lo llevaría hasta las Américas: La Hispaniola. Era una embarcación robusta, un bergantín de doce velas blancas, el color de la quilla era de marrón claro con lineas blancas que iban de la proa a la popa. La bandera española ondeaba con orgullo sobre la cofa del palo mayor del navío.

Con las bendiciones de su madre, Alan embarcó.

Había otros pasajeros a bordo. Alan conoció a un médico, a un mercader y a un escritor, todos ellos esperando encontrar una nueva vida en las Américas. Por supuesto, conoció al capitán. Era un hombre francamente desagradable, bajo y gordo con los miembros hinchados y un traje que parecía a punto de explotar. Las costuras de su casaca blanca crujían a cada movimiento de la mano del hombre y el tricornio que llevaba buenamente cabía en su cabeza. La tripulación tampoco era la mejor.

Partieron con viento a favor.

Alan había escuchado que normalmente uno se marea cuando navega pero ese no era su caso, es más, se movía mejor sobre la cubierta de aquél bergantín que sobre tierra firme. Alan estaba ensimismado viendo como el ya lejano puerto de Cádiz se iba perdiendo entre las olas.

Se apoyó en la batallola, mirando ensimismado al mar. Un peso cayó a su lado, sobresaltando a Alan.

Era un marinero. Era flacucho pero esbelto, más bajo que Alan, de piel blanca y mejillas sonrosadas. Sus ojos eran de un color azul muy singular, que hacían recordar a alguien a ojos de Alan, por su ceñido sombrero, andrajoso y maltrecho, se asomaban unos cabellos pelirrojos. Llevaba unos pantalones holgados y una camisa mohosa que le quedaba muy grande.

El marinero miró a Alan con ojos tormentosos.

-Si va a estar en cubierta, no estorbe- Su voz sonaba dulce pero con un tosco acento que a Alan le pareció forzado.

Alan controló sus impulsos, los impulsos de golpearle en la cara. Era un Hernández en representación de su padre, debía comportarse como un caballero español.

-Disculpe, señor.

El hombre hizo una mueca.

-Podría ir a bajo, tal vez pueda pedir al cocinero algo de comer, si siete apetito.

Lo tenía, no lo iba a negar, sentía un pequeño agujerillo en su estómago que bramaba ferozmente por poseer algún alimento.

-Gracias.

El marinero pelirrojo se alejó a presto paso.

Alan se encaminó bajo cubierta donde se encontraban las cocinas. El cocinero le daba miedo, era un hombretón de unos dos metros, con una gran panza y menos dientes que años tenía Alan.

-¡¡¿Comida?!!- Bramó, aparentemente sorprendido.

-Eh..¿sí?

-¡¡Maldito mocoso...!!

-¡Eh, jefe!- Se escuchó una voz que provenía tras el gran hombre- Ya he picado las cebollas.

-Bien...Hugo dale una naranja a este hombrecillo y guíalo a su camarote.

¡Era Hugo! El Hugo que hace dos jornadas había salvado a Alan de una pelea tabernaria que él mismo había empezado de forma...inconsciente. Se habían despedido tras que contarle a Alan la identidad del gorrión, era el pirata más buscado por España, Inglaterra y Las Provincias Unidas, a los franceses al parecer no les atacaba. Estaba vestido exactamente como el otro día pero en ese momento llevaba un delantal andrajoso y que olía a cebollas, ajos y cosas peores.

-De acuerdo...viejo.

-¡¡¿Has dicho algo?!!

-¡¡De acuerdo, cocinero!!

El hombre miró mal a Hugo pero volvió a su trabajo. El adolescente rubio tomó una naranja de un tonel y se la arrojó a Alan que la pilló al vuelo.

-¿Así que hemos embarcado en el mismo barco? Quién lo diría- Expresó Hugo al salir de la cocina.

-Sí, la verdad. Eres el cocinero ¿no?

El rubio puso mala cara.

-El ayudante del cocinero. Perro inmundo...

-No te cae bien.

-Preferiría que me mandara un repulsivo noble, sin ofender.

-No ofendes- Rió Alan.

-Este es tu camarote- Dijo Hugo cuando llegaron a su destino.

-¿Hablamos luego?

-Cuando termine el almuerzo- Aseguró el ayudante y ambos se despidieron.

Alan entró en su camarote. Era pequeño, un escritorio, un cubo con agua y una cama incomoda para dormir, bajo el cuál estaba escondido el cofre del padre de Alan.

Las horas pasaron en aquél pequeño y maloliente camarote hasta que Hugo volvió con dos vasos de agua y ambos subieron a cubierta, a pasear, acabaron eligiendo el Castillo de proa como lugar para ver las olas del Atlántico siendo teñidas de rojo por la puesta de sol.

Hablaron de muchas cosas, habían congeniado bien pero cuando se dispusieron a bajar nuevamente bajo cubierta Alan tropezó, su vaso cayó y el agua empapó al tripulante pelirrojo.

Antes de que Alan se incorporara o tuviera tiempo para disculparse, el marinero salió corriendo bajo cubierta como alma que lleva el diablo.

-¡¡Oh oh!!

-¿Cómo que oh oh?- Inquirió Alan.

Hugo le lanzó una mirada de disculpa como si de alguna manera hubiese cavado él mismo su propia tumba.

-Le acabas de arrojar un baso de agua a Eric Bonney, el tío más peligroso del barco. Se enroló en la tripulación hará tres días y desde entonces a demostrado una fiereza increíble. Al pobre Tommy casi le corta las cejas.

-Iré...a disculparme.

-Vale, pero estás muerto.

Alan le hizo caso omiso y bajó a cubierta.

Discernió la figura de alguien cambiándose de ropa entre las sombras, tras unos barriles de ron. Por la forma del cuerpo, el tal Eric tenía más curvas de las que se distinguían entre la holgada camisa.

-Eh...disculpa.

Eric reaccionó al instante y se escondió tras los barriles, fuera del alcance de la mirada de Alan.

-¡¡Voto al diablo!! ¡¡¿Qué quieres?!!

-Vengo a disculparme. De verdad, no fue mi intención echaron el agua por encima, fue un accidente.

-De haber sido de otra forma os habríais quedado sin manos ¡¡Ya se que fue un accidente!!

-Puedo dejaros mi camisa para cambiaros.

Los ojos azules de Eric, hermosos y fieros a la par, se asomaron fugazmente tras los barriles.

-No es necesario, marchaos.

-Una vez más, disculpas.

Alan abandonó la bodega y se dirigió a su camarote, pensando en los ojos azules de Eric.

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Arriba: Hugo Abreu.

Piratas del Caribe: El último pirata.Where stories live. Discover now