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Era una bonita mañana en Cádiz. La gran ciudad española regurgitaba con gran brío ante los primeros rayos solares de la mañana. Alan veía todo con gran parsimonia a través de los cristales de su ventana que daban cara al gran puerto. Decenas de barcos atracaban: Mercantes, Fragatas, Bergantines y hasta se llegó a divisar un barco de guerra.

Alan pertenecía a la familia de los Hernández, apellido común para una casa singular. La historia familia se remonta a los tiempos de Carlos I. Los Hernández eran una casa de la alta burguesía que había basado su fortuna en los bancos y en el comercio con América. Alan era diferente de sus padres y hermanos, todos ellos eran rubios y de ojos azules pero Alan poseía unos ojos verdes, un pelo castaño de prominente color y una piel morena. Según su madre, Catalina, él era la viva imagen de su tía: Isabel Hernández.

La puerta de sus aposentos se abrió con un silencioso sonido.

Su hermano mayor, Cristian. Era un hombre de veintiséis años, alto, de gesto adusto y cabello dorado. Sus ojos azules eran penetrantes como cuchillos y sumamente intimidantes.

-Padre te quiere ver, Alan- Le comentó su hermano, apoyado sobre el marco de la puerta- Está reunido con...un tipo muy raro.

¿Un tipo muy raro? Normalmente las visitas que se recibían en casa de los Hernández eran amigos de sus padres: Comerciantes, banqueros y algún que otro mercante o capitán de los barcos en pertenencia a la familia de Alan. Que un invitado fuera de esa guisa se pasase por casa era sumamente peculiar y extraño, inquietaba al joven español y al mismo tiempo le intrigaba ¿Quién podría ser? ¿Qué le traería a casa?

-Alan, baja de inmediato ¿No querrás enfadar a padre?

-No, claro que no. Permite que me vista.

Cristian asintió y salió cerrando la puerta.

Normalmente un sirviente ayudaría a Alan a vestirse pero eso le resultaba completamente estúpido y aburrido ¿Por qué debería quedarse quieto como una estatua mientras otro le viste? Era estúpido, Dios todopoderoso le había dado dos buenas manos que gracias a los cielos, Alan podía mover perfectamente.

Se puso unas ropas azules de lana que su padre le había traído en su último viaje a América. Alan nunca había viajado a América, nunca había salido de España. Lo máximo que había viajado en su vida fue a Santiago de Compostela, de peregrinación junto a su familia.

El joven salió de su habitación a paso asegurado.

Por los pasillos muchos sirvientes limpiaban y decoraban con flores la casa. Su madre era muy afinada a decorar el hogar familiar con colores verdes y flores como lirios, claveles, rosas de diversos colores y por supuesto, arte de buena calidad. Ella amaba todo aquello, Alan creía que incluso veía el lujo como una herramienta, la buena decoración como una imagen.

Llegó a la entrada de la sala de estar. La puerta de caoba estaba entreabierta. Alan se asomó. Su padre estaba sentado en un sofá mientras charlaba con un hombre misterioso, alguien que Alan no conocía y que a grandes rasgos y de forma segura era un alto cargo del ejército. Su padre vestía como siempre un ajustado y recargado traje de seda, ese día era de color verde mar. El hombre misterioso, era harina de otro costal. Debía medir los dos metros, y aparentaba unos cincuenta años, mas o menos. Su pelo era del color de la arena pero canoso, su rostro se mostraba arrugado y gastado. Tenía un ojo de color rojizo, como si su color natural quedase oculto por la sangre, y el otro orbe ocular estaba cubierto por un gran parche de cuero negro que cubría todo el hemisferio izquierdo de la cara del hombre. Estaba cojo de la pierna izquierda pues llevaba un bastón para apoyarse y el brazo derecho caía hacia abajo, como si el hombre no tuviese ningún control sobre dicha extremidad. Vestía un traje negro y una pulida casaca del más puro color blanco, sobre su cabeza llevaba un sombrero negro.

Piratas del Caribe: El último pirata.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora