Capítulo cuarenta y siete

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Los Cielos Eternos

ZILOE

Ziloe comenzó a elevarse, a levitar hacia las alturas ascendiendo en dirección a la cúpula. Conforme ascendía se sentía más liviana y etérea, notó que su piel adquiría una diáfana luminosidad. No temió alcanzar el techo de la cúpula, supo que la traspasaría, aunque no conocía el origen de ese conocimiento, y así lo hizo, la atravesó, como si su cuerpo fuera tan intangible como la niebla. Ya en ese espacio fuera de todo límite y tiempo, lo escuchó. Él le susurraba palabras de sosiego, con la dulzura con la que lo haría un padre a su niña pequeña. Había autoridad en cada declamación, había una claridad tan vasta como vasto es el universo. Él, su Dios, lo sabía todo, lo entendía todo, lo veía todo. No había en Él sombra de duda ni cosa semejante.

Inmersa en aquella ingravidez cálida y resplandeciente, Ziloe entendió. Ahí, en ese lugar que ninguna criatura creada pudiera antes alcanzar, ella sintió lo que es la dependencia total, la verdadera fe. No titubeó más ni lloró el pasado, temió el presente o receló el porvenir.

¡Qué pequeño se veía todo ante Su grandeza!

¡Qué absurda toda queja e incertidumbre cuando Él era el que hablaba!

Lentamente volvió a descender, de a poco, mientras juraba retener lo expuesto y experimentado. No podía darse el lujo de olvidar.  Nuevamente traspasó la cúpula y suavemente se deslizó hasta quedar de nuevo sobre aquel refulgente descanso.

Levantó los ojos, Emanuel la miraba desde abajo.

—Es mío —le dijo—. Él hizo como dijo, y me lo entregó.

Emanuel apresuró sus pasos, mostrándose ávido y ansioso.

—Cédemelo, Ziloe... di las palabras —le pidió.

Ella lo observó, tan sediento de poder, tan cegado en su ambición y soberbia.

—Te lo cedo —le concedió—. Sube y tómalo.

Ziloe bajó, dándole lugar al ángel mayor. Caminó hasta Hariel, quien liberado del sometimiento se desplomó en el suelo. Ella se arrodilló, le acarició el cabello y le murmuró palabras de consuelo. Como todos los demás alzó la vista hacia Emanuel, quien ya se elevaba como antes lo hiciera ella. Mientras hacía esto sintió un calor que abrasó sus ojos por un instante. Cuando los volvió a abrir su mirada era distinta. Podía ver con claridad hacia ese infinito donde estuvo ante la presencia del creador. El Padre le había quitado todo velo para que pudiera ver lo que acontecería. No conocía la razón, pero lo agradecía.

Emanuel seguía ascendiendo, cruzó la cúpula y alcanzó aquel cosmos de bonanza. Ella notó que él tenía baja la mirada. Sentía vergüenza, pero aun así no se calló.

—Ziloe, la hija de Pedro me lo cedió.

Hubo un breve silencio y después el Padre habló.

—Ahí esta... siéntate.

Ziloe no lo había visto antes, pero en las alturas, había un gran trono blanco. No podría describirse el material del cual estaba hecho. Era bellísimo. Una vez escuchó decir en las regiones celestes que estaba forjado del mismo material que el universo. Alrededor de él, giraban millares de luces; los que en vida fueron ángeles.

«Ahí está Pilly», pensó y una lágrima brotó de sus ojos grises. Iba a extrañarla mucho.

Emanuel se impulsó hacia él. Al llegar lo admiró, en su rostro podía leerse lo que imaginaba. "Él, un simple ángel mayor sentado en el trono del Padre".

Transcurrió un poco más de tiempo, y al final él lo hizo. Emanuel se sentó. Por un tris que pudo ser una milésima de segundo, él fue Dios. Luego su deseo comenzó a desmoronarse como un castillo de arena.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now