Capítulo treinta y uno

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Sinagoga de Tel Aviv, Israel

LUMIEL

Cuando Lumiel entró hecha una fiera al cuarto donde estaban Luzbell, Yasiel y Siriel ultimando su estrategia, todas las miradas se fijaron en ella.

—¡¿Por qué nos diste la orden de no usar fuerza letal?!... ¡Son traidores a tu causa, se merecían morir! —su recriminación fue hecha en un grito desgarrador.

Luzbell solo la miró a los ojos y frunció levemente el ceño. Se levantó del asiento en el que estaba y se acercó a ella.

—¿Qué sucedió? ¿Por qué estás tan alterada? ¿Dónde están Qirel y Abdi-Xtiel? —inquirió—. Por lo poco que puedo ver no pudieron traer a Hariel ni a su capitán.

El enojo hacía arder el pecho de Lumiel. Estaba fuera de sí.

—Preguntas por ellos... —masculló entre dientes—. Bueno, déjame informarte. Abdi-Xtiel perdió un brazo y se desangra en el cuarto de al lado. Qirel, ¿por qué parte me preguntas?, ¿por su cuerpo o por su cabeza?

Lumiel vio entendimiento en la mirada de Luzbell; esa tan oscura como el abismo del que hablaban las escrituras, pero no pesar ni un atisbo de enojo, eso la enfureció.

—¿Por qué nos prohibiste matarlos? ¡Respóndeme!, ¿o es que acaso prefieres vernos morir a nosotros? —le escupió en la cara sus preguntas—. Y todo porque quieres follártelo, ¿o me equivoco? nos entregarías con gusto si a cambio pudieras tenerlo.

Este último comentario lo hizo sin pensar. Si quería testear el límite de su paciencia lo había logrado, y muy bien. Luzbell apresó su cuello con una mano. Ella sintió que el aire le faltaba y que se le tensaban todos los músculos. Manoteó para soltarse, pero el maldito, aunque aparentaba ser una muñeca de porcelana, era muy fuerte y despiadado.

—Pedí que no los mataran porque necesito vivo a Hariel para que la llave nos abra —siseó Luzbell acercándola a él. Sus pies estaban en el aire—. Tranquilízate o dejaré que tu patética vida se escurra entre mis manos.

De su boca brotó un gemido ahogado, se sentía mareada y dolorida, pero él no la soltaba. Con la poca consciencia que le quedaba, Lumiel observó como Yasiel se ponía de pie y se acercaba con pasos presurosos a su líder.

—Luzbell —lo llamó. Se oía preocupado.

Era entendible, ella no era una ángel más del montón, era Lumiel, la única arcángel femenina entre los doce.

—Por... fa... vor —musitó ella en dolorosas pausas. Aquella súplica pareció al fin llegar a la enajenada mente de Luzbell.

La dejó caer al suelo sin consideración alguna. Lumiel aspiró grandes bocanadas de aire, entre tosidas y sollozos; el pecho le ardía como si se hubiera posado sobre él una palma de fuego.

—Lumiel —le ordenó Luzbell, mirándola desde arriba—. Sana a Abdi-Xtiel, y prepárate para la batalla. —Después le mandó a Yasiel—: Concentra al Ejército frente a las puertas.

Sin dirigirles una sola mirada más, Luzbell se retiró de la habitación.

—Yo... —comenzó a decir Lumiel, todavía sentada en el suelo rojizo—, yo antes era respetada, amada, protegida. Al seguirlo nos corrompimos. Soy, igual que todos ustedes, solo una arma útil para Luzbell. Nada más que eso.

Yasiel se acuclilló a su lado. Era difícil saber qué sentía mirando sus ojos llenos de nada, pero ella lo conocía.

—Lumiel, perdimos hace mucho toda oportunidad de arrepentimiento. Somos nuestras culpas, estamos demasiado empapados de sangre inocente. Toma el dolor que te causó la muerte de Qirel y úsalo para destruir a los causantes.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now