Capítulo cuarenta y cuatro

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Los Cielos eternos

ZILOE

Un ángel de alas celestes, veteadas en turquesa, se acercó a ella con una sonrisa. Ziloe comprendió por su postura en espera, que era el que reemplazaría a Abadón para llevarla ante el Padre. El arcángel de alas de acero había tenido prisa, debía bajar a la tierra, por esto le dijo que teniendo en cuenta su deseo de acercarse a su amiga, él llevaría a Finn con el sanador, y enviaría un suplente.

Ziloe rememoró los largos minutos (o así le parecieron) en los que solo observó a Ana sin ir hacia ella. Se la veía radiante, feliz, serena. 

Cuando ella decidió que ya era hora de hacerse ver caminó a su encuentro. En realidad primero caminó, el resto del trecho lo hizo casi corriendo. Ana la recibió con una incrédula risita de reconocimiento, un segundo antes de que la estrechara en un fuerte abrazo, y Ziloe se permitió llorar, no de tristeza, tampoco de alegría, no sabría definir la emoción que culminó en llanto, pero era profunda. Pasaron unos minutos antes de que la soltara, y cuando lo hizo su atención se trasladó al bebé que tenía sujeto en un brazo.

—¿Es...? —comenzó a preguntarle, pero no terminó la oración, pues temía equivocarse.

Ana siguió su mirada y negó con una sonrisa en sus labios.

—No, Ziloe. —Ella se sintió incómoda por haber supuesto eso. Se veía feliz, no quería traerle amargos recuerdos—. Es él. Ese es mi bebé. Se llama Donato.

Un Thomas en miniatura, eso fue lo que Ziloe vio a unos metros, en brazos de una mujer muy parecida a Ana. Supuso era su madre. Su sonrisa se ensanchó y sintió un alivio tremendo.

—Qué hermoso es. Perfecto.

Ana sonrió ante su descripción.

—¿Tú también...? —comenzó a decirle, pero Ziloe al prever su pregunta, negó con la cabeza.

—No... logré sobrevivir. Estoy aquí porque el Padre me mandó a llamar.

—Me alegra saberlo —le dijo al respecto—, y no, no te angusties por mí, estoy muy bien aquí. Es imposible no estarlo.

Sí, su bienestar era evidente.

—¿Y Finn? —inquirió Ana.

—El ángel que fue por mí lo llevó con un sanador. Está muy malherido, pero tengo fe en que puedan salvarle.

Su amiga asintió. Ziloe adivinó cuál sería su próxima pregunta.

—Y, ¿él cómo está?

Acertó.

Él, su él, aun con toda la dicha y la paz que flotaba en la ciudad celestial, ella pudo notar en Ana un dejo de tristeza al evocarlo.

—Te sufre mucho —le respondió sin ambages—. Te ama demasiado.

Los ojos de Ana se cristalizaron. Ziloe supo que en su interior, allá en el fondo donde no alcanzaba a llegar la luz, ella también estaba sufriendo.

—¿Podrías darle un mensaje de mi parte cuando vuelvas? —Ziloe hizo un leve gesto de afirmación—. Dile que... voy a amarlo para siempre, y que deseo que el amor que me tiene se convierta en su impulso para seguir viviendo. Que nada me hará más feliz que saberlo feliz. Que viva bien y que haga el bien, como lo ha hecho hasta ahora, pues aquí hay alguien que lo quiere conocer. Dile que contaré los segundos, minutos y horas.

Ziloe se conmovió, ¿cómo no hacerlo? Y estirando sus brazos volvió a cobijarla en ellos. El bebé en medio de ellas se removió. Demasiadas muestras de afecto.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now