Prefacio

4.8K 941 412
                                    




Me desperté sudando, atormentada y con lágrimas cayendo de mis ojos por todo mi rostro. El recuerdo aún me atormentaba... hace tan poco había muerto, no había sido capaz ni siquiera de ir a su funeral. ¿Debía sentirme mal al respecto? Después de todo lo que había hecho ya no lo sabía. Quería huir, quería correr hasta que se me cansaran las piernas y la respiración se me cortara, hasta que el oxígeno que tenía en los pulmones se desvaneciera y quizá, por fin, podría ser libre.

Tres horas después vagaba por las mismas calles y el recuerdo me aturdía. La miseria me carcomía y cuando creía que todo llegaba a su fin, algo volvía a despertar en mi interior. Siempre había luces al final del camino que me indicaban cómo volver. Pero nunca era suficiente. Seguía vacía, muy vacía, igual que siempre.

Cuando regresé a casa las luces estaban apagadas y todos estaban dormidos. La rutina estos últimos días había cambiado un poco. Ahora salía a pensar por las noches, cuando la luna parecía quemarme, y en su belleza encontraba todos esos momentos que aún no era capaz de dejar ir.

Día tras día, salía a contar las estrellas y a relatarle mis historias, intentando romper mis cadenas que me tenían atada a un pasado fantasmagórico pero, por más que lo intentara, nunca podía olvidarme completamente de aquellos días. Era fiel a ellos, fiel al daño, fiel al dolor. Pero ahora todo eso había acabado, con su muerte una carga pesada desapareció y ahora descanso más tranquila, las ojeras han ido desapareciendo, los morados se han ido ocultado para no volver y la luna, en silencio, ha dejado poco a poco de escucharme... ya no tenía nada que contar.

Sin embargo, días después, aquí me hallaba. Frente a su tumba, con dos rosas en la mano y el corazón palpitándome más fuerte que nunca, aterrada por el recuerdo de un muerto que dejó cicatrices por todo mi ser.

Dos rosas, una plástica y una real. Porque una era él y la otra era yo. Su tiempo había acabado. Había marchitado para siempre.

Las lágrimas empezaron a recorrerme el rostro sin saber muy bien la razón y pronto un cosquilleo me atormentó. Odiaba sentirme así, odiaba sentir miedo. En ese momento me prometí a mí misma que sería la última vez que era débil. Sería la última vez que el dolor me dominaba. Yo no era alguien a quien domar. Ahora era libre.

La brisa que golpeaba mi rostro se sentía a libertad, su recuerdo eran las cadenas. Recordaba con agonía aquellos lúgubres días y rogaba por soltar. El desconsuelo dolía en el alma y supe, en ese momento, que mi alma se había roto ya hace unos años, y las almas rotas no saben amar. Al menos nunca igual, no sin un poco de miedo. El amor era esperanza... y mi corazón ya no conocía sobre ello.

Sin más, dejé las dos rosas y me dediqué a vagar como lo venía haciendo estos últimos días, mirando las estrellas y preguntándome por qué nunca las había visto con estos ojos antes.

Y luego, ocurrió.

Todo pasó tan rápido que ni siquiera pude reaccionar. El auto me había golpeado y ahora no podía moverme, no sentía mis articulaciones, temblaba de miedo y angustia. Sentí el dolor en todo mi cuerpo, en mis costillas, en todos mis huesos. Sentí frío, miedo... ¿es que nunca iban a parar las desgracias? Caí al suelo más pronto que tarde y, un segundo más tarde, cerré los ojos y lo último que pude recordar fue mi cuerpo rodeado de sangre.

Los días pasaron y yo no me di cuenta. Totalmente consumida y adolorida, no recordaba muy bien cuánto tiempo había pasado. No sabía qué pasaba ni dónde me encontraba y fue entonces cuando el miedo se apoderó de mí. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Abrí los ojos, sentía frío por todo mi cuerpo y los ojos me pesaban. No sabía cuánto tiempo había pasado, solo sabía que dolía. Intenté moverme, pero todos mis huesos rogaron porque no lo hiciera. La cabeza me retumbaba incesablemente, se me contraían las sienes y sentía martillazos, las extremidades me dolían demasiado. Alcancé ver mis brazos, ahora flacos y muy heridos. Un segundo después, mi vista se tornó borrosa y el esfuerzo que hacía para intentar mantenerlos abiertos estaba fallando. Se me cerraban poco a poco aún cuando no quería que fuese así. Luego empiezan las preguntas sin respuestas, un torbellino en mi mente, las articulaciones me duelen y el cansancio empieza a ganarme de nuevo.

Cuando volví a abrir los ojos, los reconocí, mis padres, sentados en otra camilla, observándome con ternura paternal como solían y un doctor a unos pocos metros de mí, que evaluaba todos mis movimientos.

Quería preguntar, tenía muchas dudas y pocas respuestas, pero las palabras nunca brotaron de mi boca. Poco a poco, el sueño me fue arrastrando hasta llevarme a un mundo oscuro lleno de sombras del que quería salir.

El doctor comienza a hacerme preguntas, pero yo no recuerdo nada, no sabía por qué estaba aquí... no sabía quién era, qué hacía... el temor me acorralaba. ¿Qué había ocurrido?

—Lamento decirles que es inevitable, afectó su cerebro y no podemos ya hacer nada al respecto... Camille ha perdido la memoria. La pérdida de la memoria es el olvido inusual. Usted posiblemente no es capaz de recordar hechos nuevos o acceder a uno o más recuerdos del pasado, o ambos— hizo una pausa, al parecer lamentándose por la desgracia que parecía acarrearme—. La pérdida de memoria puede presentarse por un corto tiempo y luego resolverse. O puede no desaparecer y, dependiendo de la causa, puede empeorar con el tiempo.

Y con esas palabras el mundo cayó a mis pies. No logré escuchar más nada, pronto se oscureció mi vista, mi respiración comenzó a agitarse y mis terminaciones nerviosas empezaron a doler más de lo que debían. La oscuridad de la que tanto quise escapar toda mi vida comenzó a arrastrarme y yo, por primera vez, la dejo hacerlo, intentando alejarme de la realidad que luego tendría que enfrentar.

Lazos eternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora