XXXI

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Por estúpido salí de un internado y entré a otro por pura choña. Para entonces habíamos vuelto a vivir en Kenta pero ya no a nuestra vieja casa.

Cuando mi papá tuvo el percance con el prefecto, salimos huyendo y renunciamos a todo, incluso, mi madre tuvo que ceder la casa que estaba a su nombre a la familia del prefecto sólo para que a mi papá no se lo llevaran preso.

Así se arreglaban antes los conflictos con la justicia.

Al volver a la ciudad rentamos una casa mientras mi padre lo reubicaban dentro del cuerpo policial, una institución menos peligrosa y exigente que la del Ejército.

Yo estaba a punto de finalizar la secundaria en un instituto religioso que no tenía buena pinta. De hecho era conocido como el Gallinero entre nosotros, porque ahí se agrupaban a los alumnos nefastos que no querían en otros colegios. Así pasé la secundaria.

Todos los muchachos de mi generación ya tenían al menos una carrera elegida.

No me disgustaba del todo no tener a esas alturas una opción, pues mi vida siempre la llevé al suave. Sólo algo me estorbaba: el dedo de mi padre recriminándome mi holgazanería a cada instante.

Una mañana se presentaron al colegio dos hombres queriendo hablar con los del último curso.

Eran dos profesores de la universidad. A decir verdad, de la única universidad que hasta entonces valía la pena en Kenta.

Todavía la susodicha institución no había caído en las garras de un insulso y pedante monigote apodado Manny Zepeda, que le sacó el jugo a como quiso y se lucró de ella como no tienen idea, tras proclamarse el secretario vitalicio y al dedazo del Sindicato de Trabajadores Administrativos.

Pero esa es otra historia.

El caso es que ambos catedráticos hablaron esa mañana tan bien de la universidad y de las carreras que ofrecían, que me pareció pertinente decidirme por una y pasar todo el día fuera de la casa, a estar soportando los reproches de papá.

Lamentablemente, de todo lo que dijeron nada me agradó. Medicina siempre me había parecido una carrera fútil. No por lo que se hace sino por quienes la ejercen. Esos son otros cien pesos.

Me llamaba algo mi atención odontología, aunque no lo suficiente para estar viendo muelas y dientes podridos toda mi vida; hombres con graves problemas de mal aliento o niños llorones que no se dejarían revisar ante el temor de la fresa o de la aguja para sedar.

Derecho era otra posibilidad, tal vez la última. Aunque eso de litigar también me parecía aburrido. Era lo único que había hasta entonces que valiera la pena por así decirlo.

Resignado me incliné por odontología. Me fui a inscribir y todo pero aún inseguro de lo que quería. Qué más se lo podía pedir a un tipo como yo con todos los males encima y además con un rollo dentro de su cabeza porque su padre no lo dejaba decidir por él mismo.

Pablo ya había inscrito la suya. Complacer a papá era su prioridad. Así que al marcar en la casilla de medicina nunca sería un problema para él.

En el colegio donde estudiábamos, a pocos meses de egresar, el padre José María Paladino era un religioso español con más de cuatro dedos de frente. Era un hombre blanco y seco, de huesos duros y firmes y nariz aguileña, que solía caminar sin su sotana negra por el calor arrecho de Kenta.

Nos impartía la clase de Filosofía que nunca elogiaré por su manera de explicar el mito de la Caverna de Platón, del cual recuerdo aquellas sombras transitando en la gruta para representarnos la realidad y la imaginación de dos mundos paralelos, cuya figuración sería en resumidas cuentas, nuestra vida misma.

Las frases del padre quedaron en mi memoria como un ejercicio diario al que era sometido tras su inquisidora y dictatorial manera de enseñarnos la materia, al lanzarnos los borradores y tizas siempre que nos pillara distraídos o haciendo alguna travesura.

Nombres como Aristóteles, Heráclito, Platón, Anaxímenes, entre otros, seguirán rondando por mi cabeza hasta el último día como las más desagradables memorias de mi vida.

Pues ¿qué era eso de que nadie podía bañarse dos veces en el mismo río...? Puras patrañas dialectales para hacernos sentir seres inferiores como solía decirnos el padrecito en sus momentos de euforia escatológica, cuando nos arremetía después de descubrirnos en alguna de nuestras bandidencias. 

MalumbresWhere stories live. Discover now