XVII

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Un día Gigante me tomó por el cuello y sin que nadie más lo supiera, me llevó al fondo del patio del instituto. Todo mundo se había ido.

Al menos no se escuchaba una sola alma deambular por los alrededores.

Me arrastró a las letrinas. Allí estaban El Chino y Carales esperándome. Dentro de uno de los excusados tenían amordazada a una niña.

Creo que ya la había visto; estaba en un curso delante del de nosotros. La niña lloraba y gruñía pero no se le entendía a sus reclamos. El trapo con el que le tenían retenida la boca le impedía chillar.

Gigante me ordenó:

––Tocala.

Los ojos de aquel animal petulante de repente cambiaron de color.

––¡Que la toqués! ––me gritó.

Le puse mi mano en el cabello; un cabello rizado, castaño, hermoso.

––¡Tocala de verdad! ––me increpó Gigante mientras El Chino y Carales se cagaban de la risa.

Ambos la tenían inmovilizada por los sobacos. La levantaron, a como pudieron, y me empujaron contra ella.

––Besala ––me dijo El Chino.

Lo quedé viendo.

Gigante y Carales me amenazaron con los puños. Me acerqué a la niña y la besé en la frente.

Los tres se echaron a reír.

––¡Besala con ganas, huevón! ––vociferó Carales.

Era eso o ganarme una zurra.

Le solté la mordaza y la tomé de la cabeza y comencé a besarla en los labios; un beso corto que ella no rehúso porque lloraba.

Bebí sus lágrimas mientras sentía sus labios pequeños, sutiles y débiles como las alas de una mariposa recién acababa de salir de su crisálida.

Los tres volvieron a carcajearse.

––École ––dijo Carales.

A la fuerza me sacaron de la letrina y Gigante se quedó con ella.

––¿Qué va a hacer? ––les pregunté a los otros dos.

––Qué te importa ––me dijo El Chino poniéndome una mano en el hombro como si yo fuera de su clan.

Escuché golpes dentro de la letrina.

La puerta se abrió de repente. Vi al miserable con los pantalones hasta las rodillas avasallando a la presa quien, con las piernas abiertas y la falda levantada, estaba reducida a los impulsos del rinoceronte vivo.

Hice un esfuerzo inútil por rescatarla pero El Chino me miró a los ojos.

––Todavía no es tu turno, chele ––me dijo.

No había terminado de decirlo cuando Carales entró a la letrina. Al ratito salió Gigante con una sonrisa de satisfacción. Se limpiaba la boca repetidamente con una mano. Con la otra, se peinaba el pelo.

La puerta se abrió y salió Carales. No había durado tanto como Gigante.

––Es tu turno, Chino ––le dijo aquél.

El Chino se levantó del suelo donde todo ese tiempo había permanecido con un pedazo de astilla metida entre los dientes.

Cuando pasó cerca de Carales, éste prorrumpió:

––¡Dale duro, Chino cochón!

Ya no escuché más forcejeos, para qué voy a mentir. El poder del Chino era diferente al de los demás. Intimidaba solo con la mirada. Yo creo que la forma en que miran todos estos chinos pendejos es porque muy en el fondo todos ellos son unos grandes fuleros.

Lo vi bajarse el pantalón sin ningún pudor. Le vi el garrotito amarillo y simple; también, la nalga aplastada y llenas de granitos rojos. Levantó a la niña y la puso de espalda contra las tablas del retrete. Ella ya no tenía fuerzas para oponerse.

Le subió la falda y creo que la arremetió en reversa porque al primer o segundo envión de su canarito la niña ni gritó.

El Chino parecía desquitar en ella todo el maltrato que había vivido por un su tío político. Es lo que se rumoraba en la escuela.

Cuando finalizó, sacó su pene y lo mostró. Lo blandió frente a nosotros como un trofeo generoso porque en la punta coronaba la mancha roja. ¿Sería feliz este otro desdichado?

––Ahora te toca a vos, chele ––me dijo cuando llegó hasta nosotros.

No niego que todo me pareció excitante. Sin embargo, tampoco pude resistirme ante las amenazas de esos granujas.

Me metí a la excusado pero los condenados diablejos no me dejaron solo. Me bajé el pantalón, saqué mi muñeco tiriciento del calzoncillo y lo hundí sin pena ni gloria entre las piernas de aquella muñequita desalentada a quien nunca más volví a ver para mi desgracia. 

MalumbresWhere stories live. Discover now