VIII

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José no ha venido hoy. Dizque tiene que ir a visitar a su mamá. De no ser porque él mismo me lo ha dicho, no me percato que hoy es Día de las madres.

No entiendo por qué en este maldito país tienen la costumbre de estar inventando días para festejar cualquier babosada. Estoy de acuerdo con algunas, pero otros me resultan demasiado pueriles.

Cuando estuve en tercero me hice amigo de un niño que era un pan de Dios. Lástima que su estadía en la clase fue pasajera como nuestra amistad. Quizá si hubiera convivido más tiempo junto a él mi vida sería otra. Pero sigamos.

La maestra que me tocó después de repetir segundo grado era muy correcta. No sé si era atracción o admiración lo que yo sentía por ella. Como ese amigo mío yo era bueno a levantar la mano para todo. Para lo que se antojara. Hasta para pasar un vaso de agua a la profesora yo me prestaba.

Me ofrecía a borrarle la pizarra, resolver operaciones numéricas, aunque me salieran malas, hacer algún mandado. Me esforzaba más que ninguno para hacerme notar.

Y al fin lo logré un día que el director llegó con una hoja de cuaderno y le pidió a mi maestra que escogiera a un voluntario para representar un número cultural en ocasión al Día de las madres. Yo fui, desde luego, el voluntario.

Me dieron un poema para que me lo aprendiera. Tenía que declamarlo en el acto en el que se invitaba a las mamás con sus hijos, y después se daba un refrigerio. Era una actividad que se hacía por las tardes, muy bonita si quieren. Aunque mi madre nunca asistió. Creo que nunca le interesó. Ahora entiendo por qué.

Recuerdo que ese amiguito mío me ayudó a estudiar el poema. Bueno, tal vez no era ese el problema. El problema era que yo no sabía cómo declamarlo.

Curro (le decíamos así porque era gordo y blanco como un cerdito de granja), me llevó a su casa el mismo día del acto, mucho antes que éste empezara. Me iba a ayudar con las gesticulaciones, las flexiones de voz y todo eso. En su casa nadie nos molestaría.

Luego de repasar el bendito poema toda la mañana y hacer los respectivos ensayos, me sentí más tranquilo para salir al escenario.

Terminamos de ensayar a eso de las doce.

Almorcé en su casa. Su mamá era una mujer bella y afable. Me sirvió comida y fresco. A veces cuando llevaba mi cuchara a la boca me preguntaba si estaba contento con su comida. Yo le decía que sí.

Me duché y me cambié de ropas, me puse el uniforme y salí dispuesto a triunfar. La madre de Curro nos acompañó.

La experiencia no fue tan grata que digamos. Cuando me anunciaron para pasar, un revoltijo de sensaciones extrañas me asaltó el estómago desde el primer momento. Me comenzó a doler la cabeza, comencé a sudar, me puse pálido y frío. Sentí deseos de orinar, los nervios me estaban traicionando.

Había mucha gente. Muchas mamás ataviadas de joyas y buenos vestidos y elegantes peinados, que habían llegado acompañadas por sus hijos para disfrutar el momento. Vi a mi hermano entre el grupo. En otro extremo vi al maestro Matute.

Matute era un profesor de lo más terrible. Enseñaba aritmética a punta de reglazos. Junto a él estaba el director, mi maestra y el resto de docentes quienes me veían con esa mirada como diciendo qué hacés ahí parado pendejo de mierda...

De pie en el entarimado, tomé aire y comencé a declamar.

No fuiste una mujer, sino una santa
que murió de dar vida a un desdichado,
pues salí de tu seno delicado
como sale una espina de una planta.

Hoy que tu dulce imagen se levanta
del fondo de mi lóbrego pasado,
el llanto está a mis ojos asomado,
los sollozos comprimen mi garganta,

y aunque yazgas trocada en polvo yerto,
sin ofrecerme bienhechor arrimo,
como quiera que estés siempre te adoro

porque me dice el corazón que has muerto
por no oírme gemir, como ahora gimo,
por no verme llorar...

No pude seguir con esa comedia. Cada palabra que decía el poema era una farsa de pe a pa. Creo que todos me veían asombrados. Unos, creyendo que se me había olvidado la última línea, otros pensando que estaba completamente emocionado.

El público me miraba. Matute me miraba. Curro y su madre me miraban. Mi hermano me miraba. Mi maestra también me miraba. No puedo decir quién más me miraba porque para mí no existía nadie más.

Al rato escuché la ovación y me bajé del estrado tan ensombrecido por el fracaso. Desde ese momento me rehusé a levantar la mano para participar en ningún acto de esa naturaleza. Y odiando para siempre el Día de las madres desde luego.

MalumbresWhere stories live. Discover now