XVIII

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Pensé que nos llevarían a la dirección para pagar por nuestro crimen. Pero nada. No pasó nada ni siquiera al tercero ni al cuarto día.

No sé si por algún comentario de pasillo me enteré de que la niña había sido retirada de las clases.

––Se van por vergüenza ––me farfulló El Chino al oído.

Lo volteé a ver. Tenía al bellaco jincándome las costillas.

Lamenté el día y la hora que me empecé a enrolar con cada uno de ellos. La cosa es que ya era parte de su grupo. Lo entendí así cuando participé voluntariamente de los robos que cometían a plena luz del día.

Lo hacíamos por la parte trasera del cafetín mientras El Chino y Carales distraían a la dueña. Saqueábamos lo que más podíamos. Desde los tacos enrollados hasta las deliciosas repochetas con frijolitos y gaseosas que encontrábamos mal puestas.

Hicimos eso unas cinco veces intercambiándonos los roles. El Chino y yo distraíamos a la señora y Gigante y Carales se metían a robar.

Compartíamos las ganancias afuera del instituto. Desde luego que todo no era equitativo. Gigante se quedaba con la mayor parte.

Una tarde en la que estábamos algo aburridos no encontrábamos qué hacer hasta que alguien de nosotros dijo que quería repetir la experiencia de la letrina. Y yo estuve de acuerdo. Solo era cuestión de elegir bien a la víctima.

El Chino dijo que ya la tenía vista. Ese su tono suavecito cuando hablaba era perturbador, incluso para mí. Porque siempre me supo a amenaza; era como una sentencia.

––A ver ¿quién es la pollita? ––le preguntó Gigante mientras se engullía la última enchilada del botín.

El Chino dio el santo y seña, y cuando todos estuvimos de acuerdo nos dispusimos a trazar el plan.

Al día siguiente esperamos que Don Will cerrara el establecimiento y se fuera a enchutar en su cuchitril. Una vez dentro encendía la tele, ponía la cocina eléctrica y recalentaba su comida mientras despegaba de la pared una fotografía que le había tomado a su perra muerta.

El viejo loco comenzaba a hablar con la foto. Jurábamos que podía pasar horas hablando con la lámina hasta que se dormía abrazado a ella.

Esta vez el turno le correspondió a Carales. Debía entretener a la víctima y con engaños llevarla hasta la letrina y amordazarla. El resto dependía de nosotros.

Carales era más tosco. Era un vulgar en otras palabras. Agarró a la niña por el pelo y la arrastró sin ningún tipo de contemplaciones.

Mi trabajo en esta ocasión fue asegurarme de que todo mundo estuviera afuera del instituto, incluyendo el director y los maestros.

Cuando ya teníamos todo listo, Carales se le quiso ir arriba a Gigante.

––¿Por qué vas a ser el primero siempre? ––le dijo.

Gigante le enseñó el puño.

––Porque soy el jefe ––dijo.

Nadie se lo discutió. Tampoco ellos sabían cuándo lo habían elegido como jefe. Solo lo seguían y ya. ¿Eso le daba a Gigante la potestad de sentirse el líder del grupo? Creo que este mundo está lleno de gente como él. Los seres humanos buscamos quién nos gobierne o, en su defecto, a quién gobernar. Así de simple.

Gigante era del segundo tipo. Y como lo sabía de sobra, entró de primero a la letrina. Cerró la puerta y varios minutos después salió mostrando su garrote erecto coronado por la sangre de la hembra virgen.

Nosotros tres, desde afuera, nos sorteábamos nuestros respectivos turnos jugando un patético juego que otros niños practicaban con verdadera inocencia.

Piedra, papel o tijera sería la fórmula favorita sino la única de elegir nuestras posiciones de combate.

Hasta que yo mismo me aburrí de eso y reté a Gigante a los turcazos.  

MalumbresWhere stories live. Discover now