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Me dice José que por qué me he rehusado a recibirle. Ocasionalmente me cuesta trabajo sincerarme con él; su vocecita maricona me demuestra que no es más que un dundeco.

Lo enganchan con cualquier bobería.

––¿Eso te dijeron? ––le pregunto.

––Tal vez no con esas palabras, señor.

––Me tuvieron sancionado cinco días en la celda de castigo ––comienzo a contarle mientras él enciende la grabadora.

En realidad, no era una celda sino un cajón de estructura metálica de un metro cuadrado que ponen a medio sol y sobre una losa de concreto en el patio.

El cubo tiene una pequeña ranura en la parte superior por donde entra el oxígeno, poco, pero suficiente para no asfixiar al reo.

Por ahí mismo tiran la comida o el agua que quieran sobre la cabeza porque hasta eso, se duerme, se vive y se piensa mal mientras se está encogido como una sardina enlatada.

Dicen que allí dejan a los encausados que cometen faltas graves. Y yo fui el premiado tras haber dado una patada en los coyoles a Rodríguez.

Eso fue la semana pasada. Yo estaba relativamente tranquilo durmiendo en la celda cuando él entró. Llevaba su linterna encendida. Me enfocó la cara y me gritó:

––¡Malumbres, levantate! Necesito platicar con vos.

Me costó un mundo descansar la espalda contra la pared. El dolor en la próstata es inmenso.

––¿Ahora qué bicho te picó? ––le digo.

––Hablame con respeto ––me dice mientras que con su pie golpea el mío––. Vos y yo no somos iguales.

––Tenés razón ––le riposto.

––No te hagás el gracioso ––dice––, que no te luce.

––¿Qué quiere, señor? ––le pregunto aparentando comedimiento, pero siendo sardónico a la vez.

––Quiero que me aclarés ago.

Rodríguez se agarra el tiro del pantalón, lo guiña hacia arriba y se agacha. Ya se ha llevado su pañuelo a la nariz y con la otra mano sigue alumbrándome el rostro.

––Quite eso hombre... ––le ruego.

Quiero retirárselo y lo aparto sutilmente con la mano.

––No se te ocurra hacer eso otra vez. Te voy a preguntar algo ––vuelve a decir––, pero quiero que seás sincero.

No deja de causarme gracia su demanda, así que me tiro una carcajada.

––Idiay ––le digo cuando acabo––, ¿le querés quitar el pegue a José?

El custodio me zampa un linternazo en plena cara por lo que considera un agravio.

––Te estoy hablando en serio, hijueputilla ––me dice mientras retira el pañuelo de la boca y me señala intimidante con su dedo.

El golpe que me ha dejado ir me inflama el pómulo izquierdo. La sangre no brota, pero queda retenida amén de que el trancazo ha sido fuerte.

Continua.

––Te lo voy a preguntar una sola vez, pero quiero que me digás la verdad.

Como no le respondo, me replica haciendo sombras de darme otro vergazo.

––¿Entendiste?

––Sí.

––Sí, ¿qué?

––Sí, señor.

Se vuelve a llevar el pañuelo a la boca y respira. El cañón del foco medio lo aparta de mi cara.

––¿Te echaste en el saco a mi mujer, hijueputa?

La segunda carcajada es estridente, más que la primera, para qué les voy a mentir. Pero tras ella viene el segundo vergazo.

Me lo ha dado en la boca y con el puño. Esta vez la sangre brota abundante y líquida del diente que me apea.

––¡Es mejor que me respondás! ––vocifera.

Tengo deseos de agarrarle a patadas el cráneo y aplastárselo contra la pared para después comerme sus sesos.

––¿Te tiraste o no a mi mujer, cabrón de mierda? ––pregunta.

En la vida a veces hay que proceder con prudencia. Lamentablemente es algo que aprendí muy tarde. Pero una respuesta bien pensada podría conseguir mejores efectos que abrirle el cráneo a puñetazos a un carcamal como éste.

––¿Cómo se llama tu mujer? ––le pregunto una vez que consigo ordenar mis ideas.

––Erika.

––Hay un cachimbo de Erikas allá afuera, ¿no te das cuenta?

A duras penas puedo hablar.

––No te entiendo ––me dice.

––Me lo imagino. Dame su apellido por lo menos.

––Castellón.

Me quedo pensativo como tratando de recuperar de mi memoria aquellos "datos" tan difíciles de procesar.

Por su puesto, el primer día que me trajeron a las mazmorras escuché a dos custodios hablando de la mujer de Rodríguez, que vivía en la Colonia Universitaria.

Inevitablemente, ambos hablaban detrás de él porque le andaban ganas a su mujer. Cuando ella viene a dejarle comida, todos la miran de reojo, con deseos de comerse el forro.

Seguramente mi mala fama fue motivo para hacerse bromas, y no dudo que entre ellos circularan la calumnia de que yo me pude haber pisado a sus queridas.

A Rodríguez lo detestaban por cepillo y por tapudo. Sin embargo, era respetado por su cercanía con el Capitán Solórzano quien lo quería como a un hijo putativo.

Para qué quise más, la Erika se me hizo un rico plato tras imaginármela en pelotas.

Le contesto:

––Ahhh... ¿la de la Colonia Universitaria?

––¿Entonces la conocés?

Me pongo a reír.

––¡Cómo olvidar las ricas moliditas que le di a la Erika en tu cama cabrón!

Rodríguez quiere lanzarme otro golpe, pero yo estoy al acecho para cazarlo. Le lanzo una patada en los huevos y cae doblado en el suelo mientras el imbécil grita y gime como desequilibrado.

Me le voy encima sin parar de golpear, no hasta que el resto de custodios lleguen a la celda y me aparten a cachiporrazos y me partan la vida a patadas. 

MalumbresTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon