XXVII

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Un día después de volver de clases no encontré a mi perro por ninguna parte. Lo busqué en el patio, dentro del cuarto, en la cocina, en el garaje, en el vecindario, por todos lados lo busqué pero no hallé rastros ni asomos de aquello que se pareciera a mi perro.

Pensé en varias opciones: la primera de ellas fue creer que mi padre había cumplido con su promesa; la segunda, que tal vez el perro me lo habían atropellado o envenenado, y hasta incluso llegué a pensar que alguien me lo pudo haber robado para entrenarlo como perro de pelea.

Pese a ser un perro muy dócil a mi voz, el instinto del Rambo estaba programado para ser un animal destructivo. Lo llevaba en su sangre, en su pedigrí como quien dice.

Les pregunté a mi madre y a Pablo si lo habían visto, pero ellos tampoco supieron darme razón.

Pablo y yo salimos en la bicicleta a recorrer toda la ciudad. Le preguntamos a todo aquel que mirábamos por las calles, hasta que un señor regordete, que estaba sentado en una silla mecedora en el porche de su casa, nos dijo:

––¿Es un perro Pitbull el de ustedes?

––Sí, señor, un perro barcino.

––Pasen adelante.

El hombre nos hizo pasar hasta la cocina. Lo seguimos. Allí estaba su mujer preparando una merienda.

––¿Quieren comer algo? ––nos preguntó.

––No, señor. Sólo díganos si ha visto a mi perro ––le imploré.

Yo estaba más preocupado por mi perro que por comer, aunque tenía varias horas de no ingerir alimento por la pérdida del Rambo.

––¿Son ellos los dueños del Pitbull? ––preguntó la mujer al marido.

––Ellos dicen que sí ––respondió el hombre.

La mujer era una señora elegante, alta y blanca, de ojos negros. Se sentó con nosotros a la mesa mientras bebía café.

––Ese perro lo vimos esta mañana ––empezó a decir la señora––. Andaba como extraviado. Le dije a Chepe: 'Ese perro está bonito, Chepe. Me gustaría tener uno así. Me parece que anda como perdido.' Pero Chepe no me hizo caso. El perro se quedó parado moviendo la cola y sacando la lengua allí frente a la casa de los Valdivia. Yo me fui a la refrigeradora, saqué un trozo de bisté y se lo enseñé al perro diciéndole: 'Perrito, perrito, vení comé'. Apenas me volvió a ver el bandido. No le importó el tasajo que le enseñaba. Prefirió seguir esperando a una de las perras de los Valdivia que anda encelada.

––Entonces ––le dije yo––, ¿el Rambo está allí?

––¿El Rambo? ––preguntó don Chepe.

––Así se llama mi perro.

––¿A quién se le ocurre llamar a un perro así? ––le preguntó la mujer al marido como hablando en secreto, sin percibir que nosotros la escuchábamos.

––A mí ––le dije con orgullo, y agregué recordando las palabras de mi madre––: Así se llama. Es una pésima costumbre ponerle un nombre a un animal y después cambiárselo por otro.

––Ya pues, no es para que te arrechés ––dijo la mujer.

––Pues tu perro te lo tienen los Valdivia ––dijo don Chepe metiéndose un trozo enorme de tortilla a la boca––. Andá pedíselo y que te lo entreguen... pero con mucho cuidado. Ellos tienen una docena de perros iguales al tuyo que entrenan para peleas.

Me fui con Pablo a la casa de los Valdivia. Pedimos permiso para hablar con el señor de la casa y el mozo preguntó que para qué. Le explicamos que tenían a mi perro extraviado y que lo queríamos de regreso.

Nos hicieron pasar a que habláramos con el señor Valdivia y éste nos dijo diez o quince minutos después de esperar:

––¿Qué quieren hablar conmigo?

––Vengo por mi perro.

––¿Cuándo lo dejaste guardado?

Yo ya andaba molesto. ¿Para qué buscarme? Me la puso aún más con la respuesta que me dio. "Que no me busque porque me encuentra", pensé.

Pablo tomó la palabra pues siempre fue más sobrio para pensar y mucho más comedido para hablar que yo.

––Nos dijeron que aquí estaba ––dijo Pablo.

––¿Quién?

––Pues el perro.

––No ––respondió el hombre.

––¿No qué?

––Aquí no hay ningún perro, aquí hay varios.

El hombre se tiró la carcajada.

––Pero sólo uno ––dijo mi hermano–– es el nuestro.

––Te equivocás chatel ––dijo el hombre––. Todos los que hay aquí son míos. Y te lo puedo demostrar.

––Bien ––le dijo Pablo levantándose de la silla donde nos hicieron sentar para hablar con el hombre––, eso lo decidirá la Policía.

Ya estaba tomando la manija de la puerta y yo apunto de contrariarlo pues lo vi resuelto a abandonar la búsqueda para cederles (según sus palabras) el caso a las autoridades.

––Está bien ––dijo el hombre––, si no me creen vayan a la perrera y convénzanse por ustedes mismos.

El hombre llamó al mozo y le dio órdenes expresas para que nos llevara a la perrera, y que sacáramos a nuestro perro en caso de encontrarlo.

Era un baldaquín para perros. Tenía un cedazo y a través de él vimos como una docena de perros de pelea que al vernos empezaron a ladrar. Entonces llamé al mío con la esperanza de que éste reconociera mi voz.

––¡RAMBO!

Del rincón salió el perro apaleado. Se dirigió hasta el enmallado y se levantó en sus cuartos traseros.

––¿Ese es su perro? ––preguntó el mozo.

Tenía las orejas, el hocico y el cuello mal herido. Sangraba de una herida abierta que tenía cerca del cuello. El hombre abrió la portezuela y el perro salió precipitadamente, y al verme, movió la cola y sacó la lengua teñida de rojo.

Me arrodillé y lo abracé. El Rambo me lamió la cara.

––Mirá cómo te dejaron...

––Ese maldito perro me mató al Nerón ––dijo el dueño mientras se acercaba por detrás apoyándose en un bordón––. ¿Quién me lo va a pagar? Mi perro valía una fortuna...

Pablo me tomó del brazo para buscar la puerta de salida. Le dijo:

––Agradezca que no lo denunciemos. 

MalumbresWhere stories live. Discover now