Epílogo: Respuestas.

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Estaba lista para ser dada de alta.

Después de tres meses de ver las mismas cuatro paredes blancas y cortinas azules, iba a salir y caminar con tranquilidad. Una mujer patrullera había entrado hacía unos veinte minutos y había dejado ropa nueva para mí, sobre un sofá adherido a la pared.

La ropa me quedaba bien. Unos vaqueros ajustados, botas de tacón y una camisa verde militar. Las cicatrices que habían quedado salpicadas en mi pierna, abdomen y hombros, eran la constancia de una guerra.

Las podría lucir, incluso con orgullo.

Me miré en el espejo del baño e intenté recrear una sonrisa, pero no me salió. Los músculos de mi cara se extrañaron cuando quise darle un toque positivo. No sonreía hacía muchas semanas. De hecho, no sería desde el día de la muerte de César. De eso ya había pasado cuatro meses.

Respiré hondo, ignorando una punzada fugaz en la costilla que se había recuperado de una fractura. Podía dar el paso con fuerza y el tobillo ya no dolía. Y la pierna había sanado por completo. La recuperación en tan poco tiempo había sido una especie de milagro, según los médicos.

Los dos policías que me custodiaban, no se habían movido por los noventa y ocho días de mi estancia en el hospital. Era inquietante. El miedo de ser atacada, no desapareció sino hasta después de pasado el segundo mes. Todavía soñaba que me perseguían o que me disparaban. Y el dolor era casi que real.

Alejandro había estado pendiente de mi recuperación, alegando que era su deber y que era enviado de la institución. No cuestioné sus razonamientos, pero sí los sopesé. La verdad era que iba al hospital incluso cuando estaba fuera de turno.

Me había acostumbrado a recibir su visita. Él, por su parte se había abstenido de hablar acerca de lo sucedido luego de que yo le dijera todo lo que había pasado, incluido el tema de que, había asesinado un hombre.

Dijo que no me hablaría del tema, hasta que la justicia colombiana tuviera su veredicto final acerca de mi futura estancia. Lo más probable, era que iría a prisión y ya me había convenciéndome de que había nacido para permanecer encerrada y privada de mi libertad.

El doctor entró a la pálida habitación y se dispuso a leerme las recomendaciones que debía de tener para mi recuperación, fuera de las instalaciones del hospital. Escuché sin prestar mayor atención y asentí cada que él se pausaba para respirar.

El hombre lucía cansado, a pesar de que apenas eran las once de la mañana y me pregunté si había estado haciendo turno toda la madrugada. Le agradecí nuevamente y estreché su mano. Él salió y sostuvo la puerta con galantería innecesaria, para que yo saliera.

El pasillo por el que había entrado la primera noche después de las cirugías, estaba limpio y tan vacío como siempre. Los dos policías estaban hablando con Alejandro, que estaba en la esquina del pasillo, casi llegando a la curva. Caminé con determinación, sintiendo el oxígeno pegarse a las paredes de mis pulmones y despegarse cuando exhalaba. Los dos uniformados se retiraron y Alejandro me miró.

—Por fin. –Dijo con una media sonrisa. Asentí, hallándole la razón y seguí caminando. Él me siguió – ¿Estás lista para salir de aquí?

Asentí de nuevo, dedicándole una rápida mirada. El ascensor se dejó ver tras doblar la esquina y un grupo de cinco personas entró, presionando el botón para que las puertas se cerraran tras ellos.

—Te absolvieron. –Murmuró Alejandro y yo levanté la cabeza, apretando los labios para minorar la punzada en la cabeza. Despegué los labios y él suspiró. –Un juez determinó que no merecías pagar cárcel después de los meses que estuviste bajo el poder de mafiosos, privada de todo contacto con la fuerza pública. Tu ayuda, fue mayor que tu delito. Dijo que había valorado tu osadía de confesar el crimen y entregarte y que la mejor paga por tu colaboración, era mantenerte al otro lado de las rejas.

SANGRE Y PÓLVORA │COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora