45 | La cena.

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Me estaba resignando. A pesar de que César se estaba tomando el tiempo y la paciencia de enseñarme, yo no daba con la gracia del juego y él ya me estaba ganando por mucha ventaja.

No sabía cómo tomar el taco, no sabía cómo acomodarlo entre mis dedos y no sabía cómo golpear la bola, así que era un chiste verme jugar billar. Mientras tanto César... Bueno, nada conseguía con halagarlo.

Una semana, una semana era el tiempo que llevaba en ese lugar y yo ya me sentía asfixiada. No había visto la luz natural en todo ese tiempo y César no había mentido, había hablado muy en serio. Estadísticamente uno necesita de sesenta días para acostumbrarse a una rutina y seguirla por el resto de su vida, pero yo dudaba que me fuera a acostumbrar a ese lugar.

César había estado enseñándome a jugar billar desde hacía una hora o más, pero yo era el hazmerreír de todos en el salón. Porque sí, todos me estaban viendo jugar. No sabía cómo se jugaba, cuál era el propósito, con qué fin se jugaba y qué ganaba el vencedor, pero yo quería ocupar mi mente en otra cosa que no fuera la desesperación absoluta.

Viendo a César hacer jugadas espectaculares, -porque aunque no sabía del tema, sí sabía que era algo espectacular picar la bola y que ella saltara y chocara con otra, empujándola dentro del hoyo- pensé en qué César podía no ser bueno o cuál era su talón de Aquiles.

Por algunos instantes consideré la posibilidad de que fuera su difunta hermana Zoey, por otro lado recordé cuando Raúl le hizo la broma en la bodega y la manera tranquila y hasta bromista en la que él reaccionó. Claro que tampoco era preciso pensar que él no se había desquitado con el chico de ojos verdes, durante la hora completa de tortura.

Tomé el taco y lo deslicé entre mis dedos, imitando el movimiento que veía en César y la bola de color rojo entró de lleno. Algunos soltaron resoplidos de burla, otros celebraron y César sonrió. No parecía estar incómodo para nada en ese lugar. Ellos eran como su familia y esa era como su casa.

El bartender cuyo nombre no conocía, silenció a todo el mundo y le subió el volumen a la televisión, que estaba sintonizada en noticias del medio día. Todos pusieron sus ojos en la pantalla y yo leí el titular "POLICÍA EN ACCIÓN". Había caído un cargamento de cocaína que estaba siendo trasportado en un camión, con destino a Bogotá. Todos comenzaron a reír cuando el reportero señaló a Turco, como el presunto dueño de toda la mercancía incautada.

Hicieron comentarios despectivos y profesaron muchos insultos. Luego salió el vídeo de cómo había detenido el cargamento y todo fue emocionante, de película. Como una visión surrealista, llegó a mi mente una escena en la que yo participaba en esa incautación, con la adrenalina corriendo por mis venas, en parte asustada y en parte emocionada por joderles la vida a los narcotraficantes. Definitivamente esa era mi vida, a eso estaba destinada: al peligro. Pero en ese momento de mi vida, me encontraba en el bando erróneo.

César dejó de ver el aparato adherido a la pared y siguió en el juego, cuando empezaron a aparecer mujeres con batas blancas y bandejas llenas de comida. Era la hora de almorzar, pero yo no tenía hambre. En un descuido de mi escolta, me escabullí a mi habitación y cerré con seguro.

Me lancé sobre la cama y algo frío me tocó la espalda. Era la hebilla que había decidido usar con el vestido, esa noche que fuera a cenar con Mario. César me había comentado que le había sugerido que se vistiera elegante, moría de ganas por verlo con traje.

Durante un largo rato, estuve limpiando mi estancia, arrojando lo que no necesitaba en la basura y doblando ropa. En algún momento, mis nervios se paralizaron cuando hallé envuelto entre una camisa roja, el peón de ajedrez. Lo observé con detalle bajo la lámpara y no hallé nada, así que lo dejé sobre el buró, como un recordatorio constante de lo que significaba yo para todas esas personas, incluyendo a César.

SANGRE Y PÓLVORA │COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora