Ese día temprano los chicos habían ido a visitarme, se suponía que se quedarían a dormir en mi casa, pero les resulto un poco incómodo con Alice. Decían que no sabrían qué decirle cuando la vieran porque ella simplemente se limitaba a dar respuestas cortas como un simple "si" o "no" a cada pregunta. Lo más que hablaba era cuando pedía permiso para algo o cuando hablaba con su padre. Era demasiado reservada.

Odry—como se llamaba su padre—la incitaba a que intentara hablar con alguien, a que interactuara con las personas, a que hiciera amigos, pero ella simplemente no lo hacía.

Tendrá sus razones—pensaba para mí mismo cada vez que la veía sentada junto a la ventana de la sala, mirando al exterior.

Aquélla ocasión, si mal no recuerdo, los adultos tuvieron que salir a una reunión en la ciudad, así que Alice y yo nos quedamos solos en casa. En un principio ella insistió en ir con su padre, pero él le dijo que no podría, que esa vez no le sería posible que lo acompañara. Ella pasó buena parte de la mañana sentada en el sofá sin hacer absolutamente nada, simplemente estaba ahí, mirando al vacío mientras yo la observaba desde la cocina, pensativo, preguntándome qué era lo que cruzaba por su mente. Esa actitud tan cerrada y hermética me recordaba vagamente a mí. A ese yo que una vez existió y que poco a poco se envolvió en esa burbuja que le impedía ver el mundo con unos ojos capaces de observar más allá de lo que los sentidos permitían. Sin embargo, de ese yo, aún quedan vestigios que difícilmente desaparecerán, no lo sé...

No sé qué fue lo que esa vez me impulsó a intentar entablar conversación con Alice, pero en un momento de iniciativa me animé a querer hablar con ella, cosa de lo que ahora no me arrepiento. Las personas escondemos muchas cosas, pero hay algunas que seguramente siempre deberían de quedarse ahí, guardadas en lo más recóndito de nuestra conciencia hasta perderse en el olvido y así dar por sentado de que nunca han estado ahí, lastimosamente nuestra conciencia nos impide hacer eso, no sé por qué, pero siempre ha sido así, recordándonos lo que más nos duele sin remordimiento alguno.

—Alice...—musité esa vez, ofreciéndole una taza de chocolate con malvaviscos—. ¿Quieres un poco?

Ella me miró a los ojos por un largo rato. Pude notar que su mirada era simple, vacía y sin emoción alguna. Sus ojos azules parecían estar apagados. Pude, al solo encontrarme con su mirada, comprobar que ella y yo no éramos nada diferentes. Era alguien que se sentía aislado del mundo, que sentía que no encajaba en ningún lugar pero que a la vez se sentía obligadamente parte de todo, en donde posiblemente la única escapatoria que ella tenía era el amor de su padre así como lo que yo tengo es a Karla y Cori.

—Gracias—musitó ella tomando la taza y regresando su mirada a la nada.

Dio un sorbo.

No podía quedarme simplemente ahí como tonto, parado, esperando a que ella dijera algo. Si había tomado la iniciativa de hablarle, entonces iba a hacerlo. No tenía mucho que perder, lo único que tenía era esa sensación de que Alice se sentía sola.

—Entonces... ¿viajas mucho con tu padre?—pregunté, intentando sacar un tema de conversación.

—Sí—contestó ella secamente sin inmutarse ni animarse a decir más palabra que esa.

—Ya veo—musité.

Le di un sorbo a mi chocolate y suspiré. Miré hacia la ventana, intentando descubrir qué era lo que Alice observaba tanto, pero no pude dar con nada que llamase mi atención.

—¿Ellos son tus amigos?—preguntó ella. Sorbió un poco de su chocolate y aguardo nuevamente en silencio.

Fue extraño. Me tomó por sorpresa el hecho de que tomara iniciativa en hablar e indagar sobre algo, o más en específico sobre mis amigos. Desde que había llegado jamás había hablado conmigo si no era porque le preguntase algo. Siempre limitándose a contestar lo que le pedían y nada más, pero esa vez fue diferente.

Sasha: Diario de un chico adolescente (Vol. II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora