Familias cruzadas

11 1 0
                                    

Cuando vivíamos con la familia de mi mamá, teníamos una rutina casi establecida con mi familia paterna para que yo pase algunos días con ellos. Un domingo por mes, por ejemplo, mi papá me debía pasar a buscar por la casa.  

Aquí veo necesario hacer una pausa descriptiva para su comprensión. Nuestra casa tenía una puerta a la calle ubicad en una esquina de la sala de estar, donde había un sillón de tres cuerpos sobre la pared adyacente, y dos de un cuerpo, en la enfrentada. Siguiendo el ambiente estaba el comedor, separado por una ancha puerta plegable de madera tallada, con pequeñas ventanas verticales de vidrio amarillo con algunos dibujos, que parecían dibujados en él.

Sigo. Cada vez que mi papá me pasaba a buscar a la hora del almuerzo, mi mamá se levantaba de la mesa, cerraba la puerta que conectaba los ambientes, lo atendía, le dejaba pasar, y me llamaba para ir con ellos. Era el único momento en el que los veía juntos. La máxima expresión de amor entre ellos que pude vivir, fue una vez que él quiso besarla y ella se negó de manera rotunda. Ni un beso en la mejilla, o un abrazo, o una frase tierna. Me habría gustado mucho conocer el afecto que alguna vez me dio la vida. 

Luego, íbamos juntos en taxi hasta la casa de mi abuela, su madre, que nos esperaba con un corte de asado caliente y humeante, preparado por sus dos hijos varones, y con apoyo moral de su silencioso esposo.

Esa es mi comida favorita. Un corte, al asador, argentino, hecho por mi papá. Nadie logra ese sabor tan especial, a condimentos, a humo, a carne tierna, a familia prometida. 

Después de comer eso, mi abuela me servía postres de dulce de leche que compraba en un almacén cerca de su casa, y que me gustaban mucho. Algunos días, cuando hacía calor, y mis primos estaban en nuestra ciudad, junto a sus padres, íbamos con mi abuela a un arrollo que queda a media hora en coche. El camino tiene muchas lomas pequeñas, con la idea de mi tío, se dejaba el auto en cambio neutral, o en primera, y sin acelerar, el auto se movía solo, con la inercia que adquiría en las bajadas, y así subía, y bajaba, todo el camino, o al menos la mitad de él. 

Está claro que el camino parecía mas largo si el coche avanzaba a paso tan lento. Así que, mis primos y yo jugábamos todo el rato al veo-veo, el juego que alguien elije un objeto, y diciendo sólo el color, el resto de los jugadores deben adivinar cuál es , y que sólo valía si se trataba de algo que estaba dentro del auto.

Una vez allá, corríamos a dejar nuestra ropa y meternos al agua para jugar y salpicarnos entre nosotros. Mi primo, un año menor que yo, prefería ir a buscar sapos o renacuajos y observarlos por horas, así que mi prima, 5 años mayor, y yo hacíamos amigos, o simplemente charlábamos.

Todo esto cambió cuando nos mudamos.

La rutina quedó cruelmente obsoleta. Ya no era mi padre quien me buscaba una vez al mes, sino mi abuela, en la mesa de su cada, había pasta rellena con salsa roja y queso, la casa estaba vacía y silenciosa, y en la habitación, una vela prendida, brillaba frente a un santo. Los lazos, ya débiles con mi padre y mis primos se debilitaron un poco más. Pasé a verlo a él dos o tres veces por año, no tengo más que un recuerdo con mis primos, jugando todos en mi nueva casa con mis peluches. Desde ese día no los volví a ver.

Mi abuela paterna, parecía ofendida con mi madre por haber pasado de su hijo de una vez por todas, y buscaba escusas para presentar cargos en algún juzgado, por más ridículos o triviales que sean.

Fue en este periodo de distanciamiento, que mis compañeros de colegio me preguntaban por qué no tenía parecido con la pareja de mi madre, ni el mismo apellido, ni me dirigía a él como 
"papa". Tenía que explicar, varias veces al año, que ellos estaban juntos hace poco, mi padre vivía ahora en otra ciudad, y nos reuníamos algunas veces al año. Pero nada de eso parecía bastarles, era necesario aclararlo dos o tres veces por persona, lo que me causaba un daño y angustia internos, ficticios o reales que, como una perla dentro de una ostra, agregaba una capa más de resentimiento hacia él. Ya no podía contarle cosas sobre mí cuando estaba con él, sentía que yo ya no le importaba, ni mi mamá, y a mis primos tampoco, por que no volvieron a visitarme o a preguntar por mí. 

Mi madre, era llamada a atestiguar en el juzgado, vigilaban la casa, nos seguían, nos llamaban. Todo eso pasaba frente a mis ojos sin que yo sea capaz de notarlo. Yo sólo quería una familia, que me quiera, y que no se griten frente mío cada vez que estaban juntos. 

Un poco de paz, otro poco de amor.

Cómo creer - Wattys 2016Onde histórias criam vida. Descubra agora