Transmutación

14 2 0
                                    

Los próximos meses fueron rápido y extraños. Mi madre salía de casa mucho tiempo, yo cenaba con mis abuelos, y me iba a dormir sola.

Esos misterios se esclarecieron en enero, aproximadamente. Cuando mi madre se acercó mientras coloreaba una revista mía.

-Tu maestro de gimnasia y yo somos novios.

Fue sólo una frase que me costó interpretar.

-Y qué pasa si te olvidas?

-Cómo?

-Si te olvidas. Yo a veces me olvido de peinarme, o de lavarme las manos.

-Ah! No, esto es algo que no se olvida, como tu nombre. Vos no te lo olvidas.

Dije mi nombre completo para mis adentros.

-No.

-Bueno, yo tampoco me puedo olvidar de eso.

No entendía como podía ser algo tan importante como un nombre, pero en ese momento no fue determinante. Lo sentí así cuando fuimos a su casa. Me parecía innecesario que mi mamá me lleve, si no era nada. O si? También me había llevado a casa de dos hombres más. Uno que tenía ladrillitos para jugar, pero no me hablaba, sólo su madre se hacía cargo de mí. Y el otro, el que no me gustaba por que yo notaba que le gustaba mi mamá a él, y que me hizo pinchar el dedo con un cardo. No los quería. El profesor no era tan malo, pero seguía siendo alguien desconocido, que no se ganaba mi confianza.

Tuve que contárselo a mi amiga, Adriana en cuanto nos volvimos a ver.

-Que?? Ahora el profesor sería como tu papá?? Y a tu mamá le gusta??

6 Años son suficientes para entender a medias algo importante.

Ya fue extraño cuando fue invitado a comer y mis abuelos lo trataron con respeto y admiración. Fue pocas semanas después que mi tía también lleve un hombre a la casa. 

No recuerdo mucho, pero un día de marzo, mi mamá me dijo que nos iríamos a vivir con él. Yo estaba en casa, esperando a Camila paja jugar juntas como todas las tardes desde que nos conocimos. Cuando llegó, me encontró en la cama, enojada, y al borde de un llanto histérico, la mujer de la idea, estaba junto a mí intentando convencerme que no sería algo malo. Por fin yo tendría una pieza para mí sola, mi abuelo ya no me iba a retar por tocar sus herramientas, mi abuela ya no pondría el noticiero cuando yo vea mis dibujos, mi tía no dejaría nada desordenado y mis vecinos ya no se reirían de mi.

Nada de esto era una razón fuerte para que yo quiera irme. Camila, mi abuela, mi abuelo, mi tía, la dulce abuela del quiosco, los panaderos, allí no habría nada de eso. Ellos no estarían para mí.

No lo conocía, por favor, qué sentido tenía vivir con alguien de esa forma? No quería. Mi amiga al verme, se acercó, acariciándome la espalda se sentó junto a mí.

-Que pasa, Lu?

-Me van a llevar.

Fue lo único que pude decir antes de romper a llorar de forma exagerada, mientras mi mamá guardaba mis muñecos favoritos en una caja. Ella no logró entender en el momento, miró a la adulta de la sala, que empacaba.

-Nos mudamos.

Dijo la mujer, como explicación, rompiendo el silencio en una única frase, que se extendió hasta la mente de cada una de nosotras, impulsando más mis lágrimas y causando una expresión de dolor en el rostro joven de mi amiga. 

Ese día no jugamos. Sólo nos sentamos en la vereda a ver las cosas pasar frente a nosotras. Autos, gente, nuestros amigos, perros, las hojas que anticipaban al otoño, nuestros recuerdos, el tiempo juntas. Todo parecía irreal. Mi abuela nos convidó mate y facturas, pero ya no tenían el mismo sabor. El mate era amargo, y las facturas eran tan sólo harina en nuestros labios mojados de lágrimas. En frente nuestro, una planta silvestre comenzaba a marchitarse, sus hojas verdes y pétalos amarillos, perdían de a poco su color.

Cada tanto, mi madre se acercaba a nosotras para preguntarme si deseaba levar algo en particular, o decir qué cosa iría mas tarde, como mi cama, la llevaríamos mañana, junto a algo de ropa. Sería nuestra última noche en casa de los abuelos. 

Era demasiada tensión y sufrimiento para ambas. Nos abrazamos. Ella se encaminó a su casa, sus hombros se movían pesados, cayendo por delante de su cuerpo, como una marioneta que alguien olvidó sujetar por el hilo de la cabeza, y vagaba hacia los costados de manera casi moribunda, los pies apenas se elevaban del piso cuando el camino tenía imperfecciones. 

Entré a nuestra casa. El lugar que yo sentía como mi casa. Mi madre no notó la ausencia de mi amiga, por el contrario, me alcanzó un bolso para que ponga ahí todos mis perfumes y mi ropa, excepto una o dos mudas completas de ropa, para vestir al día siguiente. 

La habitación que compartíamos con mi tía, perdía la vida, los colores.Los estantes se vaciaban, el armario, los cajones, las mesas. Poco a poco la historia que compartíamos se separaba y se unía a la de un hombre alegre que estacionó su camioneta verde para cargar las cosas frente a la ventana de la habitación.

Nada volvería a ser igual. No tenía por qué serlo.



Cómo creer - Wattys 2016Where stories live. Discover now