***

Salí de la consulta de la doctora Clemmens con la cabeza abotargada, como cuando te quedas dormido en el sofá y te despiertas un par de horas más tarde, desorientado y con la cabeza como si te hubiesen metido algodón por las orejas. Aferré con fuerza la correa de mi bolso mientras me dirigía hasta donde me esperaba mi madre en la sala de espera, con la vista fija en el libro que estaba leyendo. Cuando me vio y me preguntó, realmente esperanzada, cómo me había ido, mascullé un simple "bien", evitando su mirada y sus preguntas, y le dije que, dado que en menos de diez minutos tenía mi cita con la doctora Williams, iría adelantándome mientras ella volvía a dar mi tarjeta sanitaria en recepción.

Durante todo ese tiempo, permanecí mortalmente callada y con la mirada fija en el suelo, sintiendo la mente muy lejos de allí. Por primera vez en mucho tiempo, sentía como si esa constante rabia que siempre vibraba en mi pecho hubiese sido sustituida por una sensación de frío vacío que parecía ahogarlo todo.

Y, sinceramente, no sabía qué era peor.

Era como si, tras la charla de la doctora Clemmens, ese oscuro ser que se alimentaba de mi odio y me llenaba la cabeza con sus palabras ponzoñosas hubiese encontrado una nueva línea de ataque. Decidió detener su rutinario ataque de odio y rabia y sustituirlo por ese hondo hueco en mi pecho que me hacía tiritar.

Y ese ser oscuro de mi interior estuvo regodeándose toda la tarde al comprobar que había conseguido dañarme más de lo que hacía tiempo que lo conseguía, tanto me había afectado (aunque tratase de convencerme de que no era así) la sesión con la Psicóloga.

Durante mi revisión rutinaria con la doctora Williams permanecí cabizbaja y tan solo hablé para responder a las preguntas que me hacía la doctora, aunque no lo hice con la fiera frialdad con la que solía hacerlo.

Y por eso, tanto mi madre como la doctora no tardaron mucho en darse cuenta de que algo me había ocurrido, aunque, claro está, cuando me preguntaron al respecto tan solo respondí con un sucinto "nada", tratando de sonar lo más desenfadada posible.

Durante diez años, ese odio hacia el resto del mundo me había dado un anclaje con el mundo, sentía que me había caracterizado y que me había ayudado a seguir adelante día tras día, casi como en una tregua que había pactado con el monstruo de mi interior para que ambos pudiésemos llevar una existencia lo más pacífica posible.

Y ese día, drenada de toda rabia y abandonada tan solo con ese vacío, por primera vez en diez años no sabía quién era.

-Cariño, tengo que hablar un momento con la doctora y... luego tengo que ir al taller a recoger nuestro coche. – Dijo mi madre, con delicadeza, aferrándome el hombro con suavidad. - ¿Te importaría esperar?

-No. – Dije, encogiéndome de hombros, desviando la vista hasta clavarla momentáneamente en un punto del suelo. Entonces, fui hasta una de las sillas libres de la sala de espera, me senté y me crucé de brazos.

Mi madre asintió, mostrando una mirada de intensa intranquilidad en sus ojos azules, y volvió a recorrer el camino que llevaba hasta la consulta de la doctora Williams, no sin antes lanzarme una mirada desasosegada por encima del hombro. Sabía que, viendo cómo había salido de la sesión con la Psicóloga, hoy dejaría el tema en paz, pero que tarde o temprano me preguntaría al respecto.

Y yo, por mucho que lo odiase, no podría escapar de su interrogatorio.

-Tantos encuentros fortuitos están empezando a parecerme un tanto sospechosos. – Dijo una voz desgraciadamente conocida junto a mí.

En el momento en el que alcé la mirada, Louis tomó asiento junto a mí, con su gran sonrisa. No obstante, el rostro le cambió por completo cuando me miró, y esbozó una mueca de recelo al decir:

Warrior | l. t. |Where stories live. Discover now