Capitulo 1 A

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Felices fiestas a todos ustedes, que disfruten de sus amigos y familiares en un día tan bonito como lo es hoy; en mi país son recién las 6 de la tarde y me debo "arreglar" antes que mi madre venga a sacarme de la cama para ponerme decente y bonita para celebrar mi cumoleaños. Fuera del tema les dejo esta nueva historia que espero que les cautiva tanto como a mi, cuando la leí por primera vez (recuerden que es una adaptación ) no es mia la idea

Era un día perfecto de junio cuando el sol se elevó sobre la ciudad. Lucy Heartfilia Scarlet estaba en su terraza, en Bolinas, contemplando el cielo que empezaba a teñirse de rosa y naranja, mientras tomaba una taza de abundante té chino estirada en una vieja, medio rota y descolorida tumbona (silla de playa) que había comprado de segunda mano. Una efigie de madera de Quan Yin, maltratada por la intemperie, observaba plácidamente la escena. Quan Yin era la diosa de la compasión y Lucy atesoraba a aquella estatua como el mejor de los regalos. Bajo la benévola mirada de Quan Yin, la bonita joven de cabellos dorados disfrutaba del dorado amanecer mientras los primeros rayos del sol estival generaban reflejos claros en su semi-ondula melena, que le llegaba casi a la cintura. Llevaba puesto un viejo camisón de franela con un estampado de corazoncitos apenas visibles ya, e iba descalza. Su casa estaba situada en terreno elevado y desde allá se apreciaba el mar y la angosta playa al pie del risco. Hacia más o menos cuatro años que Lucy vivía allí, y no podía estar más contenta. Bolinas, una zona de campos de labor y playas medio olvidadas, a una hora escasa de San Francisco, era el refugio ideal para sus 28 años.
Llamarlo "casa" quizás era un tanto excesivo, teniendo en cuenta que no pasaba de ser un chaletito, o, como su madre y su hermana gustaban decir, un tugurio (o una choza, cuando estaban de buen humor). Ninguna de las dos entendía cómo podía gustarle vivir allí, o que lo soportaría siquiera. Era la peor pesadilla hecha realidad. Su madre lo había intentado todo: camelar, insultar, criticar... e incluso sobornar para que volviera a lo que su madre y hermana llamaban la "civilización", esto es, Los Ángeles. En opinión de Lucy nada en la vida de su madre - ya desde su infancia- se podía clasificar de "civilizado", si es que no era todo ella un fraude.
La vida de Lucy en Bolinas era simple y autentica, y sin complicaciones, como ella misma. Lucy odiaba todo lo falso. No es que su madre fuera falsa; era una persona elegante y tenía una imagen que se preocupaba de mantener. Durante treinta años, había sido una famosa autora de novelas románticas. Lo que escribía no era fraudulento, sino simplemente poco profundo, pero tenía un publico que le era fiel. Firmaba con su nombre, el bello nombre que le dejo su madre, la abuela de Lucy; ella firmaba como Irene Scarlet. Tiene actualmente sesenta y dos años y había vivido una vida de cuentos casada con Jude Heartfilia, el agente literario más importante de Los Ángeles hasta su muerte, más o menos hace cuatro años. Dieciséis años mayor que su mujer, el padre de Lucy gozaba de buena salud cuando sucumbió a una repentina apoplejía. Había sido uno de los hombres más poderosos del mundo editorial y había cuidado y protegido a su esposa durante los treinta y seis años de matrimonio. Fue él quien la animó a escribir y la guió durante su carrera literaria. Lucy se preguntaba si habría salido adelante como escritora primeriza sin la ayuda de su marido. Su madre nunca se había hecho esa pregunta y jamás había dudado de la valía de su obra, como tampoco dudaba de sus mil y una opiniones sobre los más variado aspectos de la vida. No ocultaba en ningún momento que se sentía decepcionada de su hija menor, a quien a menudo calificada de colgada, hippy o bicho raro.
La opinión que tenía de Lucy su también exitosa hermana, Erza Heartfilia Scarlet, no era más benévola. Según Erza, su hermana pequeña era una "perdedora crónica". Siempre le decía que había tenido todas las oportunidades posibles para alcanzar el éxito en la vida, y que hasta entonces lo había echado todo por la borda. Le recordaba constantemente que todavía no era tarde, pero que su vida sería un desastre mientras seguía viviendo en Bolinas dedicada a contemplar la playa. A Lucy, su vida no le parecía ningún desastre. Era económicamente independiente, una persona respetable que no tomaba drogas ni las había probado, aparte de algún porro en su época universitaria, pero muy raramente, lo cual era casi un prodigio a esa edad. No constituía una carga para su familia, no la habían echado de ninguna casa, no era promiscua ni la habían dejado embarazada. Tampoco había estado en la cárcel. Ella no criticaba el estilo de vida de su hermana ni sentía el menor deseo de hacerlo, como tampoco le decía a su madre que le parecía ridículo que vistiera como una jovencita, ni que se hubiera pasado un poquito en el último lifting.
Lucy no ansiaba otra cosa que ser ella misma, ir a su aire, que la respetaran. Siempre se había sentido incómoda en aquel tren de vida tan lujoso, odiaba que la señalasen como hija de dos personas famosas, y últimamente como hermana mucho más joven de otra celebridad. Lucy no quería vivir de esa manera, quería vivir su propia vida. Las discusiones habían ido en aumento a partir de su graduación con matrícula de honor por la Universidad de Princeton, su paso un año más tarde en la facultad de Derecho en Stanford y el abandono de los estudios durante el segundo curso. Desde entonces habían pasado tres años.
Le había prometido a su padre que intentaría estudiar leyes y él, por su parte, le dijo que en la agencia siempre tendría un sitio, porque si uno quería tener éxito como agente literario, necesitaba contar con un licenciado en derecho. Lucy no tenía ninguna gana de representar a autores de bestsellers, guionistas o maleducadas estrellas de cine, que era el mundo de su padre, lo que le daba de comer y lo único que le interesaba en la vida. Por su casa, siendo ella una niña, habían pasado todos los famosos de Hollywood. No se imaginaba tratando con ellos el resto de su vida, como había hecho su padre. En el fondo creía que lo que acabo con él fue la tensión de representar y aguantar durante casi cincuenta años a gente malcriada, irrasonable y exigente hasta la paranoia. La perspectiva de seguir la trayectoria paterna se le antojó una muerte anunciada.
Su padre había fallecido estando ella en el primer curso de facultad. Aguantó un año más y luego colgó los estudios. Su madre se había pasado meses llorando por ese motivo y todavía ahora se lo echaba en cara, diciéndole que parecía una sin techo, viviendo en aquella cabaña. No había visto la casita de Bolinas más que una vez, pero desde entonces no había dejado de criticarla. Lucy había decidido quedarse en la zona de San Francisco después de abandonar Stanford. El norte de California le gustaba más, era más su estilo. Su hermana Erza se había mudado allí tres años antes, aunque iba con frecuencia a Los Ángeles por trabajo. Su madre continuaba molesta porque sus dos hijas hubieran huido de la gran ciudad para irse al norte, pese a que Erza la visitaba a menudo. Lucy raramente aparecía por su casa.
A Erza le faltaba un año para cumplir los cuarenta. A los treinta se había convertido en una de las productoras cinematográficas más destacadas de Hollywood. Su carrera hasta el momento había sido deslumbrante, con once películas batiendo récords de taquilla. El hecho de que tuviera tanto éxito hace más evidente la falta del mismo por parte de Lucy. Por si fuera poco, su madre no dejaba de recordarle lo orgulloso que su padre había estado siempre de Erza, y a renglón seguido soltaba lágrimas otra vez por su descarrilada hija pequeña. El recurso del llanto siempre le había funcionado; gracias a él había conseguido de su marido todo cuanto deseaba. Jude había mimado a su esposa hasta la exageración, del mismo modo que adoraba a sus hijas. Lucy pensaba a veces que quizá su padre habría podido explicarle sus puntos de vista, pero en el fondo sabia que no habría válido la pena. Él, como su madre y su hermana, tampoco le habría entendido, y el estilo de vida de Lucy le abría causado un gran disgusto. Su padre estaba entusiasmado cuando ella entró a estudiar en Stanford, entre otras cosas porque pensó que eso pondría fin a las ideas extremadamente progresistas de su hija pequeña. En su opinión estaba bien ser muy tolerante y preocuparse por el futuro del planeta y del vecino de al lado, pero sin pasarse. Pasarse era lo que, según Jude, había hecho Lucy ya en sus últimos años de instituto, pero le había asegurado a su esposa que en la facultad la enderezarían de una vez por todas. Por lo visto, no había sido así.
Su padre le había dejado dinero más que suficiente para vivir, pero Lucy nunca tocaba un sólo dólar de la herencia, prefería gastar únicamente lo que ella ganaba, y a menudo hacia donaciones relacionadas con la ecología, la conservación de la fauna o los niños indigentes del Tercer Mundo. Su hermana Erza decía que era una defensora de causas perdidas. Entre unos y otros, barajaban un sinnúmero de apelativos poco halagüeñas, y a Lucy le dolían todos por igual. Sin embargo, ella era la primera en admitir que, en efecto, era una defensora de causas perdidas, y por eso le gustaba tanto la estatua de Quan Yin. La diosa de la compasión le llegaba al alma. Lucy no podía ser una persona más íntegra, tenía un grandísimo corazón y siempre volcaba su bondad en los demás, lo cual no le parecía ningún crimen.
Erza también había sido causa de conflicto familiar en la última fase de su adolescencia. Con diecisiete años le había fecha a sus padres que estaba enamorada de un hombre que era por siete años mayor que ella. Lucy tenía entonces siete años y no se enteró del revuelo. Erza estaba terminando el Instituto cuando proclamó a su pareja y una vez en la UCLA -donde estaba estudiando cine- termino esa relación por completo. Su madre tuvo un gran desengaño cuando le pidió que hiciera su presentación a la sociedad y Erza se negó en redondo, diciendo que antes prefería morirse.
Pero a pesar de su amoroso romance de juventud y de su prematuro activismo, los objetivos materiales de Erza eran los mismos que sus padres. Jude la perdonó en cuanto vio que ella apuntaba alto, a la fama. Y cuando la alcanzo todo volvió a la normalidad. Desde hace diez años Erza compartía su vida con un guionista que, además de ser famoso por derecho propio, era un hombre muy afable. Se había mudado a San Francisco. Todo el mundo había visto sus películas y les encantaba. Erza había sido nominada cuatro veces a los Oscar pero no había ganado ninguno todavía. Su madre ya no veía ningún problema en que Erza y Jellal llevarán todo este tiempo como pareja. Era Lucy la que les causaba quebraderos de cabeza, la que los te ni preocupadisimos, la que los hacia sentir incómodos con su estilo de vida, su hippismo, su indiferencia hacia lo que ellos consideraban importante. A su madre la hacia llorar.
Al final atribuyeron la culpa de todo al chico con quien estaba viviendo Lucy cuando dejo los estudios, y no a la influencia de ellos - sus padres y hermana - habían tenido en ella en años precedentes. El joven en cuestión había compartido vivienda con ella durante el segundo, y último, año de Facultad, que el mismo abandonó también sin licenciarse años más tarde. Gray Fullbuster era justo lo que los padres de Lucy no deseaban para su hija. Pese a ser listo, competente y culto, era, en palabras de Erza, un "perdedor" igual que Lucy. Gray había llegado a San Francisco desde su Austria natal y donde abrió una escuela de surf y submarino. A Lucy le había parecido alegre, cariñoso, divertido, de trato fácil: un encanto de chico. Era un diamante sin pulir, un ser independiente que hacia lo que se le daba la gana, y ella supo que había encontrado su alma gemela el día que se conocieron. Se fueron a vivir juntos dos meses más tarde, ella con veinticuatro años. Gray murió dos años después. Para Lucy fueron los mejores años de su vida, no se arrepentía de nada, y sólo se lamentaba que él ya no estuviera a su lado. Habían transcurrido dos años desde su muerte en un accidente. Gray estaba volando en ala Delta cuando un fuerte viento racheado lo precipitó contra unas rocas y cayó sin sentido al vacío. La historia terminó en un visto y no visto, los sueños compartidos, todo. Habían comprado la casita en Bolinas entre los dos; su equipo de submarinismo, los trajes de neopreno, todo eso estaba aún allí. Durante el primer año, Lucy lo había pasado muy mal, y al principio su madre y su hermana habían tenido una actitud muy compasiva, pero luego se les había agotado la compasión. Para ellas lo único que contaba era que Gray había muerto y que por tanto Lucy tenía que superarlo, empezar de nuevo, madurar. Y eso hizo, sólo no como ellas hubieran querido. Se lo tomaron como una gran ofensa.
Lucy sabía bien que no podía aferrarse al recuerdo de Gray, debía dar un paso adelante. El último año había salido con algunos chicos, pero ninguno estaba a la altura de él . No había vuelto a conocer a nadie tan lleno de vida, con tanta energía, calidez y encanto personal. Era un mirlo blanco, ella lo sabía, pero confiaba que tarde o temprano aparecería alguien. Era cuestión de tiempo. Además, Gray no habría querido que estuviera sola. Pero Lucy no tenía ninguna prisa, estaba feliz viviendo en Bolinas y afrontaba cada nuevo día con alegría. No tenía un camino profesional marcado. No necesitaba de la fama para sentirse realizada, a diferencia del resto de su familia. No quería vivir en Bel-Air en una mansión. Sólo deseaba aquello que había tenido con Gray, días hermosos y momentos felices, noches de amor, cosas que llevaría adentro para siempre. No le hacía falta saber adónde le conducían sus pasos. Cada día era una bendición por si mismo. Su vida con Gray había sido perfecta, para los dos, pero en los últimos dos años Lucy había asumido el hecho de estar sola y ya no le preocupaba. Le echaba de menos, si, pero había aceptado finalmente que Gray ya no estaba. No se moría de ganas por casarse, tener hijos o conocer a otro hombre. Con veintiocho años, nada de eso le parecía urgente y se contestaba con vivir en Bolinas.
Al principio le parecía raro vivir allí, y a Gray también. Era un sitio muy curioso: sus habitantes habían decidido años atrás no sólo pasar desapercibidos sino, como quien dice, desaparecer del mapa. No había señales de tráfico que indicaran como llegar a Bolinas, ni nada que evidenciara su existencia. Uno tenía que apañárselas para encontrarlo. Fue un bucle temporal que ambos habían disfrutado entre risas. En los años sesenta aquella había estado repleto de hippies y demás flower people. Muchos seguían viviendo allí todavía, sólo que ahora tenían el pelo gris y muchas arrugas. Se veía a hombres de cincuenta y hasta sesenta años largos camino de la playa con su tabla de surf bajo el brazo. Los únicos comercios en Bolinas eran una tienda de ropa- donde aún vendían vestidos muumuu y camisetas tie dye - un restaurante lleno de viejos surferos carnosos, una tienda de comestibles- casi todo comida ecológica- y una bead shop con toda la parafernalia de los fumadores de hierba, incluidas pipas de agua de todos los colores, tamaños y formas. Una cala separaba Bolinas de la larga playa de Stinson y sus caras edificaciones.
En el pueblo de Bolinas también habían algunas casas bonitas, pero eran sobre todo de gente por un motivo u otro había decidido apartarse de la corriente principal y pasar lo más desapercibida posible. A su modo, era una comunidad elitista, aparte de ser la antítesis de lo que Lucy había conocido de pequeña y de la familia de altos vuelos de Gray había dejado en Sydney. En eso había encajó a la perfección. Ahora Gray ya no estaba pero ella seguí en Bolinas y no tenía la menor intención de marcharse pronto de allí, por no decir nunca, le gustará o no a su madre y su hermana. El terapeuta que la había tratado por casi dos años a raíz de la muerte de Gray le había dicho que seguí rebelándose, como una adolescente. Tal vez si, pero Lucy se sentía a gusto con la vida que llevaba. Le gustaba esta vida y le gustaba el lugar donde vivía. Y su alguna cosa había descartado totalmente, era volver a Los Ángeles.

Se levantó para ir a por otra taza de té y se cruzó con la perra de Gray, Charle, un pastor australiano, que acababa de dejar la cama de Lucy. Charle meneó apenas la cola y se fue a dar un paseo en solitario por la playa, como cada mañana. Era más independiente que un gato y ayudaba a Lucy en su trabajo. Gray le había dicho que los pastores australianos eran, entre otras cosas, excelentes socorristas, pero Charle iba siempre a la suya. Era la perra de Lucy, pero solo hasta cierto punto, y tomaba sus propias decisiones. Gray había hecho un adiestramiento perfecto y la perra respondía a las órdenes clásicas.

Charle se alejó con su andar saltarín mientras Lucy se servía más té y miraba el reloj. Eran poco más de las siete. Tenía que ducharse e ir al trabajo. Le gustaba estar en el puente del Golden Gate sobre las ocho treinta. Llegaba siempre a la hora y era extremadamente responsable con sus clientes. Todo cuanto había aprendido por asociación sobre el éxito y el trabajo duro le había servido. Tenia un pequeño negocio pero lo cierto era que funcionaba sorprendentemente bien. Estaba muy solicitada, y así había sido desde que Gray la ayudara a montarlo tres años atrás. Y el trabajito había prosperado muchísimo en los dos años transcurrido desde su muerte, si bien Lucy había limitado el número de clientes para no estresarse. Le gustaba estar de vuelta en casa hacia las cuatro de la tarde, así tenía tiempo de sobra para dar un paseo por la playa con Charle al atardecer.

Lucy tenía por vecinos, a cada lado de la cabaña, a un aromaterapeuta y un acupuntura. Trabajaban las dos en la ciudad. La acupuntura que se llama Bisca estaba casada con el maestro Alzack que trabajaba en la escuela del pueblo, y la terapeuta que era la mejor amiga de Lucy, era la pequeña Levy, que vivía con su pareja Gajeel que trabajaba como bombero de Stinson Beach. Eran todos ellos gente honesta, sincera y trabajadora, y siempre se ayudaban entre si. Al morir Gray, los vecinos se habían portado muy bien con Lucy. Ella había salido posteriormente un par de veces con un amigo de Alzack, pero la cosa no había prosperado. Solo eran amigos y eso a ella le gustaba. Lógicamente, su familia decía que eran unos <<hippies>>. Su madre, en concreto, los llamaba <<vagos>>, cosa que no eran en absoluto, por más que a su madre se lo pareciera. A Lucy no le importaba estar sin compañía y pasaba la mayor parte del tiempo sola.
A las siete y media, después de una ducha bien caliente, se vistió y fue a buscar la vieja furgoneta. Gray la había encontrado en un concesionario de Inverness, y cada día la utilizaba para ir a la ciudad. Era una furgoneta desvencijada, justo lo que ella quería, por más que hubiera hecho ya ciento cincuenta mil kilómetros. Funcionaba bien, y que fuera feísima no le importaba en absoluto. De la pintura, poca cosa quedaba ya, pero el motor tenía cuerda para rato. Los fines de semana, en vida de Gray, solían ir al monte en la moto de él, cuando no salían a navegar en la barca. Gray la había enseñado a bucear. Lucy no había vuelto a utilizar la moto desde la muerte de Gray. La guardaba en el pequeño garaje detrás de la cabaña porque no quería deprenderse de ella, aunque sí había vendido la barca, y la escuela de submarinismo, había tenía que cerrar a falta de alguien que la llevara. Ella no podría haberlo hecho, aparte que tenía su propio trabajo.
Lucy abrió la puerta trasera de la furgoneta y Charle montó de un salto sin pensarlo dos veces. Su carrera por la playa la había espabilado y estaba lista para trabajar. Lucy sonrió. Aquella perra blanca y negra, grandote y bonachón, podía parecer un chucho cualquiera si uno no conocía esa raza, pero Charle era un pastor australiano con pedigrí, y unos ojos azules de mirada seria. Lucy cerró el portón, se sentó al volante y arrancó saludando de pasada a Gajeel, que regresaba del turno de noche. Era una comunidad bastante dormilona, y casi nadie se tomaba la molestia de cerrar con llave por la noche.

La carretera serpenteaba al borde del risco con el mar a un lado y el centro de la ciudad rielando a lo lejos al sol de la mañana. Iba a hacer un día precioso, lo cual ayudaba a trabar. Y, tal como era su deseo, Lucy enfiló el puente a las ocho. Llegaría puntual a su cita con su primer cliente, aunque tampoco pasaba nada. De haber llegado tarde, la habrían perdonado. Lucy no era una holgazana, como su familia se empeñaba en pensar, simplemente no era como ellos, no lo había sido nunca. Se desvió a la altura de Pacific Height y torció hacia el sur por la empinada cuesta de Divisadero. Estaba casi en el cruce de Broadway cuando le sonó el móvil. Era su hermana.

Continuara

Tiempo Prestado  [Adaptación Nalu]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora