CAPÍTULO XX. EL CONCIERTO

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llevarlo.

Supongo que las personas que van todas las noches a un lugar de diversión no pueden disfrutar de

una ópera o de un concierto con la misma intensidad que quienes sólo asisten a ellos en raras

ocasiones. No creo que esperase vibrar de placer en el concierto, pues sólo tenía una vaga noción de su

naturaleza, pero me gustó mucho el trayecto. La comodidad del carruaje cerrado en aquella noche fría

y despejada, la dicha de salir en tan alegre y cariñosa compañía, la visión de las estrellas centelleando

entre los árboles mientras avanzábamos por la avenida; y, poco después, la grandeza del cielo

nocturno cuando salimos a la chaussée, el paso por las puertas de la ciudad, las fogatas encendidas, losguardas allí apostados, la inspección que simularon hacernos y que tanto nos divirtió... todos esos

detalles tenían para mí, por su novedad, un encanto peculiar y deslumbrante. No sabría decir hasta qué

punto emanaba de la atmósfera de amistad que nos envolvía: el doctor John y su madre, de excelente

humor, discutieron alegremente todo el camino y se mostraron tan afectuosos conmigo como si fuera

de la familia.

Nuestro recorrido pasaba por algunas de las principales calles de Villette, intensamente iluminadas

y mucho más concurridas que al mediodía. ¡Cómo brillaban los escaparates de las tiendas! ¡Con

cuánta animación fluía la marea desbordante de vida por el ancho pavimento! Mientras contemplaba

todo aquello, el recuerdo de la rue Fossette acudió a mi pensamiento: el colegio y el jardín

amurallado, las aulas enormes y oscuras por las que paseaba sola a aquella misma hora, mirando las

estrellas por los ventanales altos y desnudos y oyendo a lo lejos la voz de la lectora que, en el

refectorio, repetía la lecture pieuse. Pronto volvería a oírla y a vagar por el internado; y la sombra del

futuro se cernió con severidad sobre el radiante presente.

Mientras tanto, nos habíamos sumergido en una corriente de carruajes que avanzaban en la misma

dirección, y no tardó en resplandecer ante nosotros la fachada iluminada de un gran edificio. Como he

insinuado antes, apenas sabía lo que iba a encontrar en su interior, pues jamás había estado antes en un

lugar público de diversión.

Nos apeamos delante de un gran pórtico donde había un enorme bullicio y mucha gente, pero no

recuerdo más detalles con claridad, hasta que me encontré subiendo por una majestuosa escalinata, de

gran anchura y fácil ascenso, con una gruesa y suave alfombra carmesí, que conducía a unas

gigantescas puertas solemnemente cerradas, cuyos paneles eran del mismo color que la alfombra.

No sé qué clase de magia conseguía abrir aquellas puertas... el doctor John se ocupaba de esos

asuntos; se abrieron, sin embargo, y apareció ante nosotros una sala, de gran tamaño, cuyas paredes

circulares y techo en forma de cúpula me parecieron de oro (por la destreza con que habían sido

realizados); tenían en relieve toda clase de molduras y guirnaldas, brillantes como el oro pulido o

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