CAPÍTULO XIV. LA FÊTE

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Llegó el gran día. Brillaba el sol, y el cielo estuvo despejado hasta el atardecer. Se abrieron todas las puertas y ventanas, lo que proporcionaba una agradable sensación de libertad veraniega; y lo cierto es que la más completa libertad parecía estar a la orden del día. Profesoras y alumnas bajaron a desayunar en bata y papillotes(tubos para rizos): disfrutando de antemano avec délices de la toilette de la tarde, parecían recrearse aquella mañana en el lujo del desaliño, de igual modo que los regidores ayunan antes de un banquete. Hacia las nueve de la mañana, llegó un importante funcionario, el coiffeur(peluquero). Cometiendo un sacrilegio, estableció su cuartel general en el oratorio, y allí, en presencia de bénitier(Pila de agua bendita), cirios y crucifijo, solemnizó los misterios de su arte. No hubo una sola joven que no pasara por sus manos; y emergían de ellas con la cabeza tan suave como una concha, cruzada por primorosas líneas blancas y engalanada con hermosas trenzas griegas que brillaban como si estuvieran lacadas. Me llegó el turno, como a las demás, y no daba crédito a mis ojos cuando, al terminar, me miré en el espejo en busca de información; la profusión de cabellos castaños trenzados como guirnaldas me dejó boquiabierta... temí que no fueran todos míos, y tuve que darme varios tirones para cerciorarme de lo contrario. Entonces reconocí en aquel coiffeur a un artista de primer orden, alguien que sacaba el máximo partido del material más mediocre. Una vez cerrado el oratorio, el dormitorio se convirtió en escenario de abluciones, vestimentas y acicalamientos singularmente concienzudos. Para mí era y seguirá siendo un enigma entender cómo lograban emplear tanto tiempo en hacer tan poco. La operación parecía minuciosa, compleja, prolongada: el resultado simple. Un vestido de muselina blanca, un lazo azul (los colores de la Virgen), unos guantes de cabritilla blancos o de color pajizo: ése era el uniforme de gala que profesoras y alumnas tardaban tres agotadoras horas en ponerse. Pero, a pesar de su simpleza, he de reconocer que era un atuendo perfecto... perfecto por su elegancia, comodidad y frescura; y como todas las cabezas iban peinadas con exquisita delicadeza —de un modo que favorecía el encanto redondeado y firme de las mujeres de Labassecour, aunque fuera demasiado rígido para un estilo de belleza más cimbreante y flexible—, el efecto general era, en conjunto, encomiable. Al contemplar aquella masa nívea y diáfana, recuerdo que me sentí como una pequeña sombra en un campo de luz. Me faltaba valor para ponerme un vestido blanco: debía llevar algo ligero, hacía demasiado calor para soportar tejidos gruesos, así que había visitado una docena de tiendas hasta dar con una tela parecida al crepé de color gris rosáceo, el color, en suma, de la triste niebla en un brezal florido. Mi tailleuse(modista) había intentado hacerlo lo más bonito posible; ya que, como señaló juiciosamente, era «si triste... si peu voyant»(Tan triste, tan poco lúcido) que resultaba imperativo seguir la moda: fue una suerte que pensara así, pues yo no tenía ni flores ni joyas para animarlo; y, lo que era peor, tampoco tenía una tez sonrosada. Olvidamos esas deficiencias en medio de la monótona rutina del trabajo cotidiano, pero aparecen ante nosotros con toda su crudeza en las brillantes ocasiones en que la belleza debería resplandecer. Sin embargo, con aquel sombrío vestido, me sentía cómoda y tranquila; una ventaja de la que no habría disfrutado con otro traje más alegre y llamativo. Madame Beck impidió, asimismo, que me sintiera avergonzada; su atuendo era casi tan discreto como el mío, aunque ella lucía una pulsera y un enorme broche de oro y piedras finas. Nos encontramos casualmente en la escalera y me obsequió con una sonrisa de aprobación. No creo que pensara que yo tenía buen aspecto —algo que difícilmente atraería su interés—, pero sí que vestía convenablement, décemment, y la Convenance y la Décence(la Respetabilidad y la Decencia) eran las dos serenas deidades que madame veneraba. Incluso se detuvo, apoyó en mi hombro una mano enguantada, en la que sostenía un pañuelo bordado y perfumado, y me dijo al oído unas palabras sarcásticas sobre las demás profesoras, a las que acababa de felicitar por su indumentaria.

—No hay nada tan absurdo —exclamó— como des femmes mûres que se visten igual que a los quince años. Quant à la St Pierre, elle a l'air d'une vieille coquette qui fait l'ingénue.(Las mujeres maduras [...]. En cuanto a la St Pierre, parece una vieja coqueta haciéndose la ingenua.) Terminé de vestirme al menos un par de horas antes que las demás, y fue un placer para mí dirigirme, no al jardín, donde los criados estaban sujetando largas mesas, colocando sillas y extendiendo apresuradamente manteles para el refrigerio, sino a las aulas, ahora vacías, silenciosas, frescas y limpias; con las paredes recién pintadas, y los suelos de madera recién fregados y todavía húmedos; con las flores recién cortadas adornando los rincones, y las cortinas recién colgadas embelleciendo los ventanales. Me metí en la primera clase, una estancia más pequeña y ordenada que las otras, y cogiendo de la librería acristalada, cuya llave guardaba yo, un volumen que parecía interesante, me senté a leer. La puerta de cristal de aquella classe o aula daba al gran cenador; las ramas de acacia acariciaban el vidrio y acababan enlazándose con un rosal que florecía junto al dintel opuesto: en ese rosal zumbaban las abejas, felices y atareadas. Comencé a leer. Justo en el instante en que el tranquilo zumbido, la sombra de la enramada, la cálida y solitaria paz de mi refugio empezaban a restar visión a mis ojos y sentido a la página, y a llevarme por la senda de la imaginación hacia una profunda hondonada en el país de los sueños... justo entonces sonó la campanilla de la puerta principal, con una intensidad desconocida, devolviéndome a la realidad. La campanilla llevaba sonando toda la mañana, con las idas y venidas de trabajadores y criados, coiffeurs y tailleuses. Además, todo parecía indicar que sonaría muchas veces a lo largo de la tarde, pues aún debían llegar unas cien alumnas externas en carruajes o fiacres; y que tampoco descansaría al anochecer, cuando padres y amigos acudieran en tropel a ver la obra de teatro. En tales circunstancias, un campanillazo, incluso fuerte, era normal; y, sin embargo, aquel sonido tuvo un acento propio que acabó con mis ensueños e hizo caer el libro de mis rodillas. Estaba agachándome para recogerlo cuando —firmes, veloces, directos— a través del vestíbulo... a lo largo del pasillo... cruzando el carré, la clase de primero, la clase de segundo y la grande salle, se oyeron unos pasos rápidos, regulares, decididos. La puerta de la primera clase, mi santuario, no opuso la menor resistencia; se abrió de golpe, y un paletot y un bonnet grec(Un gabán y gorro griego) llenaron el hueco; dos ojos examinaron vagamente el interior y luego se clavaron en mí. —C'est cela! —dijo una voz—. Je la connais: c'est l'Anglaise. Tant pis. Toute Anglaise, et par conséquent, tout bégueule qu'elle soit - elle fera mon affaire, ou je saurai pourquoi.(¡Es ella! [...] La conozco: es la inglesa. Da igual. Aunque es típicamente inglesa y, en consecuencia, una mojigata, hará lo que le pida, o yo sabré el motivo.) Después, con cierta cortesía severa (supongo que creía que yo no había captado el sentido de su desconsiderado comentario) y en la jerga más execrable que jamás había oído, exclamó: —Señorita... tiene que actuar: no me moveré de aquí. —¿Qué puedo hacer por usted, monsieur Paul Emanuel? —pregunté, pues se trataba de él, y en un estado de no poca agitación. —Tiene que actuar en la obra. No le permitiré echarse atrás, ni fruncir el ceño, ni hacerse la remilgada. Leí su cráneo la noche en que llegó; conozco sus moyens(recursos): puede actuar; tiene que actuar. —Pero ¿cómo, monsieur Paul? ¿Qué quiere usted decir? —No tenemos tiempo que perder —prosiguió, hablando en francés—; nada de objeciones, excusas, minauderies(melindres). Tiene que interpretar un papel. —¿En el vodevil? —En el vodevil. Usted lo ha dicho. Lancé un grito, horrorizada. ¿Qué pretendía aquel hombre? —¡Escuche! —exclamó—. Le expondré el caso y luego me contestará sí o no; en función de su respuesta, conquistará o no mi aprecio para siempre. La vehemencia apenas reprimida de un carácter tan irritable encendía sus mejillas y convertía sus miradas en afilados dardos; un carácter al que lo insensato, lo sensiblero, lo vacilante, lo huraño, lo afectado y, sobre todo, lo inflexible, podía volver de pronto violento e implacable. El silencio y la atención eran el mejor bálsamo que podía aplicar: le escuché. —Todo está a punto de irse al traste —empezó—. Louise Vanderkelkov se ha puesto enferma... al menos eso afirma su ridícula madre; por mi parte, estoy seguro de que podría actuar si quisiera: lo único que le falta es buena voluntad. Interpretaba un rôle, como sabe, o no sabe... da igual: sin ese rôle, la obra no puede representarse. No quedan más que unas horas para aprenderlo: ni una sola alumna atendería a razones o aceptaría hacerlo. En verdad no es un papel interesante, ni agradable; su infame amour-propre, ese mezquino defecto que tanto abunda en las mujeres, se lo impediría. Las mujeres inglesas son las mejores o las peores de su sexo. Dieu sait que je les déteste comme la peste, ordinairement(Dios sabe, por lo general, las detesto como a la peste.) —dijo entre dientes—. Me dirijo a una inglesa para que venga en mi auxilio. ¿Cuál es su respuesta... sí o no? Se me ocurrieron mil objeciones. El idioma extranjero, el escaso tiempo, el hecho de exhibirme en público... La Disposición retrocedió, la Habilidad flaqueó, el Amor Propio, ese mezquino defecto, tembló. «Non, non, non!», repetían todos; pero, al mirar a monsieur Paul y adivinar en sus ojos irritados, ardientes e inquisitivos una suerte de súplica bajo su tono amenazador, mis labios dejaron escapar la palabra «oui». Por unos instantes, su rígida expresión se dulcificó en un estremecimiento de alegría: pero se recuperó en seguida y prosiguió: —Vite à l'ouvrage!( ¡Rápido! ¡Manos a la obra!) Tome el libro; éste es su rôle: léalo. Y yo lo leí. No me dedicó el menor elogio; en algunos pasajes frunció el ceño y dio una patada en el suelo. Me enseñó el mejor modo de hacerlo y yo me esforcé por imitarlo. Era un papel desagradable, el de un hombre... un petimetre con la cabeza vacía. Era imposible poner el alma o el corazón en él: resultaba odioso. La obra, un mero divertimento, trataba principalmente de los esfuerzos de dos rivales por conquistar la mano de una bella coqueta. Uno de los galanes se llamaba Ours, un hombre valiente y generoso, aunque poco refinado, una especie de diamante en bruto; el otro era un calavera, charlatán y traidor: y yo tenía que ser ese calavera, charlatán y traidor. Lo hice lo mejor posible... es decir, mal, lo sé: enfurecí a monsieur Paul; parecía indignado. Esforzándome al máximo, traté de mejorar mi interpretación; supongo que reconoció mis buenas intenciones; afirmó estar satisfecho con una parte de mi trabajo. —Ça ira! —exclamó; y como empezaban a oírse voces en el jardín y a verse vestidos blancos revoloteando entre los árboles, añadió—: Debe retirarse: tiene que estar sola para aprender bien el papel. Venga conmigo. Sin tener tiempo ni autoridad para pensarlo, me vi arrastrada por una especie de torbellino, escaleras arriba, dos tramos... no, en realidad tres (pues aquel exaltado hombrecillo parecía conocer instintivamente todos los rincones); y, después de conducirme hasta el solitario desván, me encerró en él y desapareció, llevándose la llave de la puerta. El desván no era un lugar nada agradable: estoy convencida de que, si monsieur Paul hubiera sabido lo horrible que era, no me habría abandonado allí con tan poca ceremonia. Al ser un día de verano, hacía tanto calor como en África; de igual modo que en invierno hacía el mismo frío que en Groenlandia. Estaba lleno de cajas y cachivaches; viejos vestidos cubrían sus descoloridas paredes y telarañas, su polvoriento techo. Sus inquilinos eran ratas, escarabajos negros y cucarachas; y circulaban rumores de que, en una ocasión, se había visto allí al fantasma de la monja del jardín. Uno de sus extremos quedaba sumido en una oscuridad parcial; y, para aumentar el misterio de aquel rincón, una vieja cortina de color rojizo trataba de ocultar una sombría fila de capas invernales, colgando cada una de su gancho, como un malhechor de su horca. Decían que la monja salía de entre todas esas capas y de detrás de esa cortina. Yo no lo creía, y no sentía ningún temor al respecto; pero vi cómo una rata enorme y muy oscura, con una larga cola, salía reptando de aquel mísero hueco; y, además, mis ojos descubrieron muchos escarabajos negros desperdigados por el suelo. Es posible que todo aquello me perturbara más de lo que sería prudente reconocer, al igual que el polvo, los trastos viejos y el calor agobiante. Este último inconveniente se habría vuelto insoportable, de no haber hallado el modo de abrir y apuntalar la claraboya, dejando entrar así un poco de frescor. Empujé un arcón vacío hasta colocarlo bajo la abertura y, después de poner encima un cajón más pequeño y de quitarles el polvo a los dos, me recogí escrupulosamente el vestido (como recordará el lector, el mejor que tenía y, por ese motivo, digno del mayor cuidado), subí a aquella especie de trono improvisado y, una vez sentada, inicié mi aprendizaje; mientras estudiaba mi papel, extremé mi vigilancia sobre los escarabajos negros y las cucarachas, que me aterrorizaban aún más que las ratas. Al principio tuve la impresión de haber emprendido algo imposible de realizar, y decidí hacer cuanto estuviera en mis manos y resignarme al fracaso. No tardé en comprender, sin embargo, que un papel en una obra tan corta podía memorizarse en pocas horas. Lo repetí una y otra vez, primero en un susurro, después en voz alta. Completamente a salvo de cualquier público humano, interpreté mi papel ante las alimañas del desván. Adentrándome en su vacuidad, hipocresía y frivolidad con un espíritu inspirado por el desprecio y la impaciencia, me vengué de aquel fat(fatuo, vanidoso) convirtiéndolo en el ser más necio posible. Transcurrieron así las primeras horas de la tarde: el día empezó a ceder hacia el ocaso; y yo, que no había tomado nada desde el desayuno, empecé a morirme de hambre. Recordé el refrigerio que sin duda en aquellos instantes estarían devorando abajo, en el jardín. Había visto en el vestíbulo una cesta de pâtés à la crème, lo que más me gustaba del mundo. En mi situación, un pâté o un pedazo de pastel hubieran resultado de lo más à propos; y, como cada vez tenía más ganas de comer esas exquisiteces, empezó a parecerme muy duro tener que pasar el día de fiesta ayunando en prisión. A pesar de lo lejos que estaba el desván de la puerta principal y del vestíbulo, el sonido constante de la campanilla y el incesante traqueteo de las ruedas sobre el castigado pavimento llegaban débilmente hasta mis oídos. Sabía que la casa y el jardín estaban abarrotados de gente, y que abajo todo era alegría y buen humor. Empezaba a anochecer: los escarabajos desaparecían de mi vista; me estremecí ante la idea de que pudieran acercarse sigilosamente a mí, subir a mi trono sin ser vistos y trepar por mi falda libres de sospecha. Impaciente y temerosa, volví a ensayar mi papel para matar el tiempo. Cuando estaba a punto de acabar, oí el anhelado ruido de la llave en la cerradura... un sonido de lo más agradable. Monsieur Paul (pude distinguir su figura en la penumbra, pues aún quedaba suficiente luz para ver la negrura aterciopelada de sus cortos cabellos y el marfil cetrino de su frente) se asomó al desván. —¡Bravo! —exclamó muy serio, sujetando la puerta y quedándose en el umbral—. J'ai tout entendu. C'est assez bien. Encore!(Lo he oído todo. Está bastante bien. ¡Una vez más!) Vacilé un momento. —Encore! —repitió con severidad—. Et point de grimaces! À bas la timidité!( ¡Una vez más! [...] ¡Y nada de muecas! ¡Abajo la timidez!) Recité nuevamente mi papel, pero ni la mitad de bien que cuando estaba sola. —Enfin, elle le sait —exclamó, no muy satisfecho—, y uno no puede ser demasiado quisquilloso ni exigente en las presentes circunstancias. Todavía tiene veinte minutos para prepararse, au revoir! —añadió, dispuesto a marcharse.

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