2. El fin de un mito

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La teoría que Darwin propuso, según vimos, constaba de tres premisas y una conclusión. La primera se refería a «la variación existente en los seres vivos». Cada individuo, fuera de la especie que fuera, presentaba unas variaciones propias que lo distinguían del resto de sus congéneres. Hoy diríamos que la estructura genética de cada organismo es individual y distinta a la de los demás. Precisamente estas diferencias individuales eran las que utilizaban los agricultores y ganaderos para formar razas o variedades concretas que eran diferentes al tipo original.

La segunda premisa darwinista afirmaba que «todas las especies eran capaces de engendrar más descendientes de los que el medio podía sustentar». No todas las crías llegaban a adultas. Muchas eran devoradas por los depredadores o eliminadas por la escasez de alimento. Darwin halló un mecanismo natural que actuaba entre la ilimitada fecundidad de los seres vivos y los limitados recursos disponibles para alimentarlos. Tal mecanismo debía actuar eliminando la mayoría de las variaciones y conservando solo aquellas de los individuos que sobrevivían y lograban reproducirse.

Esto le llevó a formular su tercera premisa: el misterioso mecanismo era lo que Darwin llamó la «selección natural». Las diferencias entre los individuos unidas a las presiones del ambiente provocaban que unos sobrevivieran lo suficiente como para dejar descendientes, mientras que otros desaparecieran prematuramente sin haber tenido hijos. En este proceso siempre perdurarían los más aptos, no por ser superiores, sino por estar mejor adaptados a su ambiente. Cuando las condiciones de este cambiaran, entonces serían otros con diferentes características los herederos del futuro. Por tanto, la conclusión a la que llegó Darwin era que la selección natural constituía la causa que originaba nuevas especies.

El cambio evolutivo que provocaba la aparición de nuevos organismos debía ser lento y gradual, ya que dependía de las transformaciones geológicas ocurridas a lo largo de millones de años. Unas especies se extinguían mientras otras surgían de manera incesante. Como se ha señalado antes, en aquella época no se conocían los mecanismos de la herencia. Solo después de más de cincuenta años de investigación se pudo disponer de una teoría satisfactoria sobre la herencia y conocer la existencia de las mutaciones en los genes. En su tiempo, y con sus limitados conocimientos, Darwin estaba consciente de que a la teoría de la evolución le faltaba algo importante, e intentó explicar los fenómenos hereditarios mediante unas hipotéticas partículas que procedían de los distintos tejidos del organismo y eran transportadas a través de la sangre hasta los órganos reproductores o allí donde fueran necesarias, era la teoría de la pangénesis, que Darwin presentó hacia el final de sus días, y que resultó ser un planteamiento totalmente equivocado. Hoy se sabe que la teoría de la pangénesis no era cierta, pero el mérito de Darwin, según sus más fervientes seguidores, los neodarwinistas, consistió en aferrarse a la selección natural y rechazar los principios del lamarkismo.

Nace un segundo mito: el darwinismo social. No todos los pensadores y hombres de ciencia de la época estuvieron de acuerdo con las ideas de Darwin, sino que más bien estas dividieron a la intelectualidad. No solo se le opusieron la mayoría de los líderes religiosos sino también prestigiosos hombres de ciencia, como el zoólogo Phillip Gosse, que se mantuvo siempre en el creacionismo; el profesor de geología Adam Sedgwick, quien le censuró por haber abandonado el método científico de la inducción baconiana; el prestigioso paleontólogo y especialista en anatomía comparada Richard Owen, que era discípulo del gran científico francés Georges Cuvier, padre de esas mismas materias y enemigo declarado del transformismo. También en Estados Unidos se levantaron voces contra la teoría de la evolución, como la del naturalista de origen suizo Louis Agassiz, que poseía una gran reputación como zoólogo y geólogo.

Sin embargo, de la misma manera hubo científicos y teólogos relevantes que asumieron el evolucionismo, contribuyendo a su difusión por medio de escritos o a través de sus clases en la universidad. Cabe mencionar aquí al zoólogo Thomas Huxley, al botánico Joseph Hooker y al geólogo Charles Lyell, todos ellos ingleses. Pero también a sociólogos como el ya mencionado Herbert Spencer o teólogos como Charles Kingsley, que era novelista y clérigo de la Broad Church. En Alemania, el biólogo Ernst H. Haeckel, profesor de zoología en la Universidad de Jena, se puso también a favor de las ideas de Darwin. Y así progresivamente la teoría de la selección natural se fue difundiendo en todos los países occidentales.

La caída de la evolución: Lo que Darwin no sabíaWhere stories live. Discover now