8. Organismos, lenguas y la evolución

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La teoría de la evolución biológica afirma que la vida surgió por azar en los primeros océanos hace aproximadamente tres mil quinientos millones de años como una microscópica célula sin núcleo. Este pequeño ser vivo fue transformándose hasta originar la maravillosa diversidad de organismos que han poblado y pueblan todavía hoy nuestro planeta azul. ¿Hay evidencias realmente científicas que demuestren que esta teoría es cierta? En las escuelas se enseña que la teoría de la evolución se basa en una serie de pruebas que son fruto de la observación. A los estudiantes se les enseña que la conclusión lógica del estudio de estas pruebas es que los seres vivos han evolucionado. Las evidencias que se presentan provienen de diferentes disciplinas pertenecientes a las ciencias naturales: Anatomía comparada, Embriología, Bioquímica, Paleontología, Biogeografía, e incluso Etología. Analizaremos cada uno de estos argumentos que tradicionalmente se presentan como pruebas de la evolución. Por poco observador que se sea, es fácil darse cuenta de que la naturaleza es pródiga en diversidad, pero ahorrativa en modelos estructurales. Infinidad de animales distintos poseen rasgos fundamentales comunes. ¿Por qué hay tantos seres que presentan una cabeza, dos ojos, dos orificios nasales, un tronco y unas extremidades? ¿Cuál es la razón de que todos los mamíferos posean siete vértebras cervicales, tanto si tienen el cuello corto, como el topo, o largo como la jirafa (con una excepción, el manatí que tiene seis)? ¿A qué se debe que todas las especies vegetales superiores vivan fijas al sustrato y presenten raíces, tallo y hojas? ¿Cómo es que los seres humanos somos morfológicamente tan parecidos a los monos superiores? En la actualidad se conoce un millón y medio de especies animales diferentes que pertenecen solamente a una veintena de tipos estructurales básicos. Esto constituye realmente un enigma.

No cabe duda de que esta evidente semejanza entre los organismos ha constituido siempre un enigma para los estudiosos de la naturaleza. Hasta el siglo XIX, la respuesta que se dio a esta cuestión tuvo sus orígenes en la filosofía griega. Aristóteles afirmó la existencia de una unidad de plan entre los seres vivos. Gracias a esta unidad sería posible la comparación entre las distintas formas vivas y esto iba a permitir, más tarde, el surgimiento de disciplinas científicas como la anatomía comparada. La misión de esta ciencia, llamada también morfología, era precisamente demostrar que la estructura y las funciones de los organismos, o de sus partes, caracterizaba a todos los seres de un mismo grupo. Los datos de la anatomía iban a permitir la realización de las clasificaciones naturales y, por tanto, darían origen a la disciplina de la sistemática.

Con la aparición de la teoría evolucionista los estudiosos de la naturaleza dejaron de aceptar la explicación aristotélica. La suposición de Aristóteles fue sustituida por la de Darwin. Un misterio se cambió por otro misterio. Si la suposición de una unidad de plan no podía explicar por qué existía tal plan, excepto apelando a la existencia indemostrable de un Creador inteligente, de repente, la semejanza entre los organismos se explicaba como resultado de su parentesco común. Los parecidos se debían a sus relaciones evolutivas. Cuanto mayor era el grado de semejanza entre dos especies, más próximas debían ser sus relaciones filogenéticas. Si dos seres se parecían era porque habían evolucionado a partir de un antepasado común. De esta manera la teoría de la evolución introducía en las ciencias naturales un axioma biológico, el principio indemostrable de que la semejanza es evidencia de la evolución, o dicho de otra forma, que «parecido implica filiación».

Con este criterio se empezaron a construir hipotéticos árboles genealógicos que intentaban explicar las relaciones de parentesco entre los distintos grupos de seres vivos. Para ilustrar estos árboles se proponían incluso analogías tomadas de disciplinas tan alejadas de la biología como podían ser la filología comparada o el estudio de las lenguas. En este sentido Sir Gavin de Beer escribía en 1964: «Las semejanzas entre las lenguas francesa, castellana, italiana, portuguesa, provenzal, romance y rumana se extiende no solo a su vocabulario, sino también a la estructura de sus palabras y al modo como se usan para construir frases. Nadie podría suponer que estas lenguas se hubieran inventado independientemente por los pueblos que las hablan, y se sabe por los documentos históricos que todas ellas han derivado, o evolucionado, a partir del latín... igualmente, las ciencias comparadas de la anatomía, embriología, bioquímica, serología y otras, proporcionan evidencias de semejanzas, explicables únicamente si ha ocurrido la evolución de las plantas y de los animales» (de Beer, 1970).

La caída de la evolución: Lo que Darwin no sabíaUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum