Desde la cabeza de Nathan

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Dieciséis años. Dieciséis años siendo parte del mismo castigo. Dieciséis años en los que solo podía ver, escuchar y pensar. Nada más. No era cuadripléjico, solo era un maniquí. Castigado por mi padre y una loca mujer por ser arrogante y prepotente. Solo saldría, temporalmente de esto si alguien sostuviera mi mano y pidiera mi ayuda. Cosa que no había pasado aún y cada día perdía la esperanza de que ocurriera.


Ahora era el modelo de la tienda Express y según había escuchado a otros decir me encontraba en la ciudad de Chicago, Illinois en los Estados Unidos de América. Cada día también me preguntaba como de Londres acabé en Chicago, pero solo recordaba una caja, la oscuridad y el ruido de un barco en el mar.

Era otro día normal en la tienda. Mucha gente entraba y al final no compraban nada, otras intentaban robar y eran descubiertos por los de seguridad, y el otro grupo compraba tanta ropa para todo un año. Otro día más en este maldito castigo. Nada interesante que contar de mi día. Hasta que ella llegó. Yo la noté, todos la notamos.

Caminó con felicidad y seguridad por los pasillos de la tienda, casi como un pez en el agua. Lo primero que noté fue el color de su cabello, verde menta, era imposible no notarlo. Y claro, noté su aura de diversión y felicidad que era todo lo contrario al de su amiga quien ni siquiera se molestó en ver la ropa; sin embargo, se detuvo frente a mí con ojos curiosos. Mi interior rogaba porque ella conociera mi historia, rogaba para que me sacara de aquí.

—Dudo que sea tu talla —murmuró la chica de cabello verde sobresaltando a su amiga.

—¡Por Dios, Kathleen! —Rieron juntas—. Tengo la solución a tu problema.

—Escucha, si encontraste a otro chico para acosar, ya te digo que terminé con eso por hoy.

—No, no es otro chico. Bueno, es un chico, pero no es un chico.

Frunció el ceño y su boca confundida. Hasta yo lo estaba.

—Explícate, porque lo que entiendo es que quieres que le hable a un transexual.

Si pudiera reír, lo haría muy fuerte en este momento.

—No, es al maniquí. —Su amiga me señaló con su pulgar y en la cara de Kathleen se formó esta mueca tan graciosa. Mientras tanto en mi cabeza crecían las grandes esperanzas de finalmente salir de mi castigo.

—Piggy, ¿Desde cuándo consumes drogas?

—¡No son drogas! Es la leyenda. La que nos contó tu mama, la que utilicé para la clase de hoy, tienes que intentarlo.

¡Lo sabía! La rubia sabía de mi castigo.

Katleen rodó los ojos.

—¿Aún sigues con eso?

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