Capítulo 2🌟

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Moira llegó a su casa sintiendo su cuerpo pesado y algo agotado. Los hospitales nunca le dejaban una buena sensación y mucho menos cuando un ser querido se encontraba internado dentro de estos y al borde de un acontecimiento inevitable al que ella se rehusaba a pensar o aceptar.

—¿Mamá?—Llamó, pero como era de esperarse, no había nadie más allí. Estaba sola.

Se dirigió a su habitación y lo primero que pudo notar al entrar fue aquella tormentosa ventana completamente abierta y sin cortinas.

No pudo evitar dejar resbalar algunas lágrimas al recordar lo sucedido en la tarde con su bisabuela.

Para Moira, Wendy Darling era mucho más que una bisabuela. Era como una segunda madre, una madre a la que no podía dejar ir tan fácil.

¿Quién podría dejar ir a un ser querido de aquella manera tan cruel y vil?

Sin importar la edad, el hecho de perder a una persona preciada y cercana para ti es algo que deja una gran cicatriz profunda en cualquier persona. Moira ya estaba cansada de ganarse cicatrices. Sus ojos no podían dejar de observar aquella maldita ventana.

—Respira Moira, tienes que madurar. No puedes llorar por cosas tan sencillas.

Aquella era la frase que se repetía sin parar, la frase que le ayudaría a sobrevivir lo que vivía día con día. Moira pensaba que, si se la repetía a sí misma en los momentos más difíciles; las cosas cambiarían. Con pasos decididos que poco a poco disminuyeron su firmeza, se acercó a la ventana. No podía. Aún no tenía el coraje ni el valor suficiente para cerrarla.
Su abuela siempre la dejaba abierta para ella.

—Lloras como si fueras una niñita.—Se regañó con un tono de voz muy digno y mandón. Y aunque al principio parecía que la técnica había funcionado, segundos después sus ojos volvieron a humedecer sus mejillas. ¿A quién engañaba? Ella aún era una niñita.
Lo que al principio parecían suaves gotas de tristeza se fueron convirtiendo en un diluvio, una tormenta.

—Moira, ¿Ya llegaste?—Maggie Darling se adentró a la habitación de la menor. La escena era realmente desgarradora. Su hija se encontraba al pie de la cama con la cabeza agachada y sus manos tapando su carita.—Cariño, ¿Te encuentras bien? ¿Ha sucedido algo en el instituto?—Preguntó alarmada.

—No, nada.—Contestó la menor mientras fingía frotar sus ojos.—El polvo de la ventana me da alergia, eso es todo.—Improvisó.

—Mi niña, recuerda que yo soy tu madre. No me mientas, puedes contar con mi apoyo siempre que lo necesites.

Maggie Darling se sentó junto a su hija con el propósito de poder consolarla. Moira, sin embargo, no pudo evitar controlar sus sollozos mientras refunfuñaba y gimoteaba una y otra vez la misma palabra.

Hospital.

Su madre entendió al instante sobre qué asunto hablaba su pequeña Moira y hacia donde se dirigía la conversación. No tardó en abrazarla y acomodarla sobre su pecho. A pesar de los años, Maggie siempre recordaba cuando su pequeña era tan solo una recién nacida y sus brazos eran su cuna favorita. Sonrió.

Últimamente, Maggie Darling no tenía mucho tiempo libre para pasarlo con su única hija y aquello la destrozaba. Estaba perdiendo momentos tan memorables, tan únicos a su lado. Horas, minutos y segundos que no se volverían a repetir. La mujer era fiel creyente de que no existía una madre que no anhelara tener un tiempo a solas con sus hijos, pero a veces, estas también tendrían que sacrificar muchas cosas por el bien de los niños.

Los sacrificios simplemente eran pequeños puntos negativos cuando se trataba de ser madre. Eran problemas que al final siempre se podían afrontar. En su mente, cualquier sacrificio que se hacía por asegurar el futuro y el bienestar de su hija valdría la pena. Tarde o temprano la recompensa de aquel tiempo perdido aparecería. De eso Maggie estaba convencida, pero Moira aún no estaba lista para entenderle.

—No quiero perderla.—Murmuró la chiquilla de pelo castaño.—No quiero, no quiero.—Repitió con frustración.

—Nadie desea eso, pero la muerte es algo que hasta el día de hoy no podemos evitar.

—Me quedaré sola.—Chilló.—Y no soporto estar sola.

—No digas eso, cariño mío, recuerda que siempre me tendrás a mí...

—¡No me mientas!—La niña se separó abruptamente de su madre, dejando a esta sorprendida.—Si es así, ¿Dónde has estado todos estos años?–Reclamó para después subirse a su cama y esconderse debajo de las cobijas. En la mente de la chiquilla, ella no necesitaba ser consolada por nadie. Con ella bastaba y tenía suficiente.

—Moira, yo...—Maggie Darling no pudo encontrar las palabras adecuadas para explicarle su situación a la menor, ni tampoco tenía palabras para describir lo que las acusaciones de Moira le habían hecho sentir. Mil dagas le habían apuñalado el corazón.

—Déjame sola.—Exigió la menor.

Maggie intentó sobar la espalda de su niña pequeña, pero comprendió que tal vez ese no era el momento indicado. Todas las mamás comprenden cuando no es el momento indicado aunque a veces estas prefieren ponerse una venda en los ojos para poder engañar a su sexto sentido y así seguir con lo que ya tenían planeado decir o hacer.

De tanto llorar, Moira comenzó a pensar en qué pasaría si pudiera separar sus lágrimas con etiquetas y por categorías. Habían algunas llenas de rabia e ira, otras con dolor y tristeza. Podía encontrar tantas categorías y subcategorías en estas que después de tanto repasarlas y pensarlas, Moira perdió el interés y se quedó completamente dormida.

Antes de dejar caer sus párpados, la pequeña dirigió su mirada una vez más hacia la culpable de que en ese momento se encontrara tan vulnerable: La ventana seguía abierta.

¿Dónde estaba ese mundo tan maravilloso del que Wendy le hablaba en su niñez? Porque ella no lo veía por ninguna parte.

Tal vez, simplemente no existía.


Cuando Moira despertó, su cabeza la amenazó con explotar en cualquier momento y sus párpados parecían pesar más de lo que ella recordaba. Su nariz estaba roja y sus mejillas se sentían algo hinchadas. 

Debe ser muy tarde, pensó. 

Y su reloj de pared se lo confirmó anunciando la entrada de la media noche y recordándole que esas no eran horas para seguir utilizando el uniforme escolar.
Con un poco de pesar, la chiquilla se levantó para colocarse su pijama y una vez completada la tarea, su cuerpo buscó nuevamente la comodidad de su cama. 

La niña sentía una terrible migraña y sus ojos parecían querer cerrarse sin autorización para poder sumergirla en donde nadie podía manipularla, ni mentirle, ni dañarla. En donde solo ella podía encontrarse a sí misma: Sus sueños. No obstante, la castaña no pudo acceder a este maravilloso lugar, pues antes de lograrlo sintió la extraña necesidad de volver a abrir sus ojos; y para su sorpresa, estos se cerraron de golpe al sentir el destello de una luz desconocida  deslumbrarle.

—¡Santo Dios!—La menor se llevó una mano el pecho al percatarse de que aquella extraña luz se movía de un lado a otro por toda la habitación.

¿Y qué ocurrió con Peter Pan? (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora