Recuerdo dos.

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Dos años atrás.

El rubio le dio una calada a su cigarrillo antes de lanzarlo al lago que tenía enfrente de él. Se dio la vuelta para continuar con su caminata escondiendo su mano en el bolsillo de su pantalón.

―Cariño. ―lo llamó su madre― Byron, sé que me oyes.

―Ya desaparece de mi vida, mamá. Estás muerta. No quiero verte más. ―respondió con frialdad. Sintió unos sollozos a sus espaldas y volteó mirando a la mujer rubia secándose las lágrimas.

―Yo sólo quiero protegerte, amor. ―susurró. Él negó con la cabeza.

―Tú no eres real. Eres uno de los efectos de las drogas. Lo tengo muy en claro. ―masculló volviendo a caminar. Bajó del puente y caminó por la calle en penumbras― Cuando una persona muere, muere. Su alma se va también con ella.

―¿Qué me dices de los espíritus? ―preguntó ella corriendo para alcanzarlo.

―Ellos son almas en pena. Se quedan aquí esperando que resuelvan su caso, o su muerte. Algunos no murieron felices y no se van hasta ver fracasar a las personas que odian. ―la miró― Y tú moriste feliz.

―Nadie muere feliz, By.

―No me digas By.

―Perdóname. ―susurró la mujer. Byron encendió otro cigarro y se lo llevó a la boca. Alcanzó a darle una calada antes de que su madre lo lance al suelo.

―¡Ya déjame en paz de una vez por todas! ¡Desaparece de mi puta vida, mamá! ―gritó sintiendo sus ojos picar. Él nunca se llevó bien con su familia, ellos siempre buscaban la manera de verlo fracasar en sus objetivos. Cuando lo hacía, sólo se encargaban de brindar. Le recalcaban que había sido un error en la vida de Meredith, su madre. Y ahora que ella había muerto, lo estaba protegiendo― Tú me odias y ya me viste fracasar, ahora déjame asesinarme a mí manera.

Meredith bufó al verlo meterse otro cigarro en la boca.

―Por cada cigarro que metes en tu boca, tienes un día menos de vida.

Y Byron se metió el paquete entero.

―Veinticuatro días no son nada. ―sonrió mostrando sus dientes. Con el encendedor los prendió, y al quitárselos se cayeron seis al suelo. Los pisó y volvió a calar los dieciocho que le quedaban.

―Byron, para. Estás desperdiciando una vida sana que muchas personas desean. Yo la necesité, hijo.

―La necesitaste porque te la pasaste riéndote de los fracasos de los demás. ―se paró en seco― Y mi vida dejó de ser sana el día que nací. Eso significa: nunca.

―Perdón.

―De tanto que lo dices, estoy comenzando a creer que es mentira.

―¡Ya deja de ser así conmigo! ―gritó ella. Byron se agachó y tironeó sus pelos.

―¡Vete! ¡Vete ya, desaparece, haz algo, pero no quiero verte jamás! ―le volvió a gritar. La madre sonrió. ¿Sonreír? ¿En una discusión?

Ella estaba loca. Definitivamente.

Pero no reía porque sí: lo hacía porque algo grave pasaría. Y así fue.

Su hijo mayor se levantó del suelo ignorando su carcajada. Cruzó la calle con la cabeza puesta en el suelo, sintiendo la bocina del auto que se le aproximaba. La ignoró también, al igual que el grito del hombre diciéndole: "córrete, imbécil".

Y fue tarde cuando la vida se le pasó por los ojos. Todos los recuerdos, desde su familia, sus fracasos, sus pocos objetivos logrados, las veces que sonrió, todo.

Tirado en el suelo, observó a la mujer que le dio la vida. Ella estaba a su lado, susurrando cosas tranquilizadoras. Poco a poco, su visión se tornó borrosa. Sus ojos se cerraban, pero antes de hacerlo y caer en la oscuridad absoluta, hablaron en su mente.

Perdóname.


A PositivoWhere stories live. Discover now