Cuarenta.

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―¡Cassie! ―había gritado Dante, antes que el coche que venía del lado contrario se estrelle contra el nuestro.

Sentí que el aire se me encerraba en los pulmones. No podía respirar. El ambiente donde habíamos estado viajando por más de tres horas se me hizo pequeño, donde nuestros cuerpos no cabían en él. Dábamos vueltas dentro del coche. El auto hizo trompo unas diez veces, y en esas diez veces, me golpeé toda parte del cuerpo. No pude ver a Dante. Sólo sentí la explosión del parabrisas. Tampoco sabía si seguíamos en la autopista, o si caíamos por algún acantilado.

Uno, dos, tres... conté en mi mente. Necesitábamos saber cuánto tiempo faltaba para terminar de caer.

Cuatro, cinco, seis.

Esto era el mismísimo infierno.

Siete, ocho, nueve...

Diez.

Dejamos de caer, dejamos de movernos, dejamos de sufrir. Sentía que los minutos se pasaban lentos. Me costó abrir los ojos, para encontrarme con el cegador cielo del atardecer. Me quité el cinturón de seguridad poniendo todas mis fuerzas en tan sólo mover el brazo. No podía mover la cabeza. Tampoco sentía las piernas.

―Dan... ―comencé a decir, en un susurro. La garganta me quemaba. Sentí las lágrimas escaparse de mis ojos― Dante.

No hubo respuesta.

Apreté los ojos con fuerza y las lágrimas siguieron cayendo. Moví mi brazo izquierdo para abrir la puerta pero estaba trabada. Comencé a golpear el vidrio, en un vano intento. Escuché pasos provenientes de la parte trasera del coche. La puerta se abrió y observé que una cabellera rubia me alzaba en sus brazos.

―Byron.

―Tranquila, Cassie, ya pasó ―susurró y sollocé contra su pecho. Inspiré su perfume para tranquilizarme, pero no iba a ser posible. Necesitaba saber sobre Dante.

―Dante...

Byron no contestó.

―¿Dónde está él? ―pregunté más fuerte. Vi que mi hermano tragaba saliva. Tensé la mandíbula. Me aparté con fuerza de él, tomándolo desprevenido, y me lancé al suelo. Mis piernas estaban dormidas, y aún así con el dolor, corrí hacia la parte derecha del coche.

Al ver su cuerpo en el suelo, sin vida, mis piernas temblaron. Caí, sin poder soltar una maldita lágrima, me arrastré hasta el lugar y toqué su ceja cortada. Sus lentes estaban a pocos centímetros, quebrados por la mitad. Apoyé mi cabeza en su pecho, y eché a llorar.

Dante estaba muerto.

(...)

Subí el cierre de mi saco negro hasta más no poder. Me puse la capucha, y caminé con la cabeza gacha hasta el cementerio. El día estaba horrible. Lloviznaba y las nubes grises no daban indicios de desaparecer. Me senté en un banquillo frente a la tumba.

Dante Spausky, 1999 – 2016.

―Apenas pasó un día, Dante ―solté un largo suspiro y me miré las converse llenas de barro. Hice un mohín y miré hacia el cielo―. No sé qué decirte. ¿Perdón? No me alcanzará el día para pedirte disculpas. Si hubieras sabido el infierno que te esperaba luego de ofrecerte a llevarme en tu Jeep, no hubieras parado.

Tragué saliva.

―Te conocí hace una semana ―reí irónicamente―. De verdad que te ganaste mi cariño. Ni por mi padre, que lo conozco desde hace veinte años, lloraré como lloré por ti.

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