- No te daré el gusto de dejarme aquí, Sihertes, intervino Crassio asomándose por el costado de la nave, alcanzando el bote de un par de saltos.

- Jamás pensé que te fueras a quedar a bordo, le dijo Va'hal, arrojándole uno de los remos.

El guerrero de corpulencia descomunal vestía únicamente un calzón color hueso, muy amplio, que contrastaba con su piel de ébano. Fuera de los cuchillos al cinto, sólo llevaba una pañoleta encarnada en el cuello.

- Espero que sepas remar, dijo Va'hal.

Crassio simplemente le sonrió y en aquella mirada Va'hal creyó adivinar un relámpago de furia, de la bestia enfurecida que en realidad era. Tras acomodar sus pertrechos, ambos guerreros remaron en silencio hacia la costa.

A medio camino Va'hal notó su casaca empapada en sudor, sintió un mareo súbito como espuma subiéndole a la cabeza, una náusea, cruel y bochornosa que le recordó que aún no superaba de todo el mal de Árgonos. Aguantó el mareo, se concentró y continuó remando, pensando sólo en llegar cuanto antes a la playa.

Al tocar tierra hincó una rodilla y dio gracias a los dioses. Bajo la luz vaporosa del medio medallón de Lunulaë, ayudado por Crassio, arrastró la balsa hasta el fondo de la playa, ocultándola entre los sargazos y ramas que la resaca había olvidado sobre la arena, luego se internó en la jungla con dirección al puerto principal, seguido de cerca por el hombretón, a través de una brecha que a pocos pasos se deshizo en una marisma de aguas turbias, poco profundas. Siguió adelante, luchando contra los entramados de zarzas y arbustos espinados, evitando las raíces tétricas y sinuosas que nacían en la laguna, que se elevaban por encima de su cabeza para regresar al agua, como extremidades de un gigantesco insecto.

Se abrió paso a través de aquel laberinto de ramas y raíces, bajo el rumor constante de cientos de bichos, reptiles y monos que lo observaron quietos, transfigurados por la presencia de un par de humanos en aquellos parajes.

Harto de errar el camino, Va'hal hizo un alto, apoyó la diestra sobre el pomo de la Bebedora de Almas e invocó las habilidades extraordinarias de la espada. Inclusive en las profundidades de Amil Doth, se había resistido a usarlas, sabedor de las consecuencias de abusar de los poderes de su arma.

- Pensé que no me ibas a necesitar, exclamó la espada en tono de burla.

- Odio depender de ti, murmuró el ladrón, sintiendo poco después un hormigueo en la mano, percibiendo con todo el cuerpo, como si pudiera palparlo, el fluir de la vida en el agua, en las ramas de los árboles y en el aire mismo a su alrededor.

Apoyándose en la percepción sobrenatural de la espada, salió del pantano poco después del amanecer, alcanzó la desembocadura del Cyris, un río ancho, poco profundo, que en algunos trechos era apenas una colección de charcas de agua estancada.

Siguió el curso del río sin proferir palabra alguna, escuchando siempre a sus espaldas a Crassio, soportado el calor y la humedad de aquella isla, que a cada paso se hacía más insufrible.

Al llegar a un estero en el que no había sombra alguna, tuvo que deshacerse de la casaca, la llenó de piedras y la hundió, para no dejar rastro alguno de su presencia. Más adelante encontró una bifurcación en el río, una de las señales del mapa. Atravesó un meandro muy pronunciado que parecía regresar a la playa y al alcanzar la orilla opuesta lo asaltó una pestilencia tan poderosa que estuvo a punto de volver el estómago.

Al mirar atrás se sintió mejor, al notar que Crassio también padecía el hedor, reunió fuerzas y siguió adelante a pesar de la fetidez que reinaba en el aire, acosado por nubes de moscas del tamaño de un dátil, que a la distancia se alzaban súbitamente zumbando como espectros deformes.

La Guerra del Corazón AstilladoWhere stories live. Discover now