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Patricia

Lo de escribir en la librería antes de su jornada se había convertido en una costumbre, así que, una semana después, Patricia tecleaba frenéticamente en uno de los sofás con el portátil sobre los muslos. Estaba por completo abstraída del mundo, sin percatarse de que unos ojos verdes, que deberían estar leyendo las páginas de El cuadro de la Sirena, de la autora que iba a venir en la próxima firma, se posaban sobre ella cada pocos minutos.

A su espalda, las gotas de agua repiqueteaban en el cristal. Era un día gris y la única nota de color eran los árboles del paseo, que empezaban a cambiar el color de sus hojas dando paso al otoño. La morena bebió un sorbo de su té y contempló su trabajo emocionada.

No era la primera vez que se metía tan de lleno en una de sus novelas, pero esa vez era diferente. Se mordió el labio y levantó la vista. Le dio la sensación de que Sofía se sobresaltaba y volvía a sus páginas, como si la hubiera pillado...

«No te estaba mirando. Te lo estás imaginando».

Su mirada volvió a la pantalla donde Katt e Irae, dos chicas en un palacio, en lo más alto de la más alta torre, acababan de declararse su amor. El cabello dorado de Irae se extendía más allá de sus pies, envolviendo a ambas con su brillo.

«—No puedo dejar de pensar en el sabor de tus labios sobre los míos, Katt.

Y las bocas de Irae y Katt se fundieron en una sola. No necesitaban palabras. Sus lenguas se fundieron y...».

Suspiró.

Salto de página.

«Capítulo 32».

Su vejiga le pedía a gritos que la vaciara, así que Patricia bebió otro sorbo de té y se puso en pie. No se molestó en bajar la pantalla del portátil, simplemente le dio a guardar —era una obsesión que le había sido inculcada con los años tras varios fallos del programa— y se dirigió hacia el aseo.

Recorrió dos filas de estanterías embriagándose del olor de páginas nuevas y llegó al baño. Todavía le resultaba sorprendente el estilo de los lavabos, que era igual de bonito que el resto de la librería. Miró su reflejo en el espejo de marco dorado mientras se lavaba las manos. Una chica con algunas pecas salpicando sus mejillas de ojos grandes y largo cabello ondulado le devolvía la mirada.

Estaba feliz. Pese a que sus padres desaprobaran que quisiera ser escritora o que los estudios le estuvieran costando más de lo que se atrevía a admitir. Esa librería, los clubs y en especial ese día, el olor de la tierra mojada, la tranquilidad del pueblo. Sofía.

Salió del baño y sintió una vibración en el bolsillo del vaquero. Al sacar el móvil vio que se trataba de su madre, así que salió a la calle a atender la llamada. La tuvo al menos quince minutos al teléfono, porque Patricia tuvo que explicarle cómo poner en la televisión una plataforma que tenían para ver películas y cómo buscarlas.

Luego recorrió la distancia que la separaba de su portátil. La rubia alzó un poco la mirada al verla llegar.

Había algo que... La morena se sentó frente al ordenador y estaba a punto de ponerse a escribir cuando Sofía puso el marca en el libro que estaba leyendo —no parecía haber avanzado demasiado— y se encaminó hacia ella.

—He pensado que esta noche podríamos ir a cenar.

El corazón de Patricia latió descontrolado.

—¿A cenar?

«¿Qué clase de pregunta es esa, Patricia?».

Pero bastante trabajo le estaba costando no hiperventilar como para ser locuaz en su respuesta.

—Sí, ya sabes, eso que hace la gente por la noche después de trabajar y esas cosas... Es viernes y los chicos y yo habíamos quedado en la pizzería de...

«Boba, boba, claro que no es una cita. Es con sus amigos».

—Me parece un buen plan.

No se lo parecía en absoluto. Solía pasar la semana deseando encerrarse en su casa para perderse entre las páginas de un libro, ya fuera suyo u otro ya publicado.

—Vale, pues te recojo a las diez.

—¡Chicas! ¡Empezáis en quince minutos! —La voz de Amparo se hizo oír desde la planta inferior.

—El deber nos llama. —La rubia le guiñó un ojo y Patricia recogió su portátil.

El resto de la jornada pasó tranquila, pero por dentro la morena era un hervidero de nervios. Su turno terminaba un poco antes ese día, pues no le tocaba cerrar, así que se dirigió a su casa sin saber bien cómo proceder a continuación.

Ni siquiera sabía qué ropa debería ponerse, ni siquiera si...

Suspiró. Era una cena de amigos en una pizzería. Pero también quería estar guapa, porque, en realidad, tenía la esperanza de que Sofía recordase el beso de Fin de Año y...

«¿Y qué, Patricia? ¿Que se lance a tus brazos?».

Negó con la cabeza y entró en casa. Sus padres estuvieron contentos de que por fin su hija hiciera algo de vida social y fuera a salir a conocer gente; nada que tuviera que ver con libros. Su madre incluso le aconsejó qué ropa ponerse: un elegante vestido azul que la joven rechazó al momento.

—Mamá, vamos a una pizzería, no a una cena de lujo.

—Así verán que tienes clase.

—O que soy una payasa que hace el ridículo.

Tras un breve debate, estuvieron de acuerdo en un conjunto más informal con un pantalón negro de vestir y camisa lila bajo una chaqueta color crema a juego con unos cómodos zapatos. Se repasó las ondas, algo de brillo en los labios y rímel. No le apetecía nada más. Por mucho que quisiera atraer la atención de Sofía —aunque una voz en su cabeza le insistía en que aquello era imposible porque le gustaban los chicos— no quería dejar de ser ella misma.

Las páginas de una historia de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora