Abominable

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No fue difícil penetrar en la mansión del señor R. Sus hombres estaban hiper ocupados en capturar de nuevo a los abominables que campaban a sus anchas por toda la isla, incluida la mansión, originando, ahora por todo el lugar, un caos indescriptible.

Daba pena ver tanto objeto valioso y tanto detalle decorativo roto y regado por el suelo; tanto aparato tecnológico hecho trizas, y tanto mueble de diseño convertido en leña de chimenea.

Aquí pasaba un jabalí saltando como un antílope y, detrás, persiguiéndolo, iban los hombres de Aro con una red en las manos; allá, un oso panda a lunares se confundía con el sofá del salón de invitados; más adelante, un pulpo sostenía abiertos varios libros a la vez y... ¡juraría que los estaba leyendo!

En la pequeña terraza que daba lugar al despacho del señor R. se ocultaban, tras la cristalera del gran ventanal, Andrés y Andrea. Desde ahí, escuchaban los fuertes gritos que venían de adentro.

—Me tiene usted harto, harrrrto, profesor Rego, le digo que tiene que funcionar ahora.

El profesor Gustav le excusaba:

—Señor R., los materiales que necesita no se pueden comprar en el supermercado, algunos suministros provienen de la NASA, requiere tiempo.

—¿Tiempo? El tiempo es demasiado valioso y lo quiero todo para mí. Lo necesito para completar mis ambiciones. La máquina existe y funciona perfectamente, su sobrino es una prueba. ¿Cómo entonces podían meterse uno en el cuerpo del otro? Son sus simplificaciones, profesor Rego.

—¡Mi sobrino! ¡Su simplificación! —interrumpió asustado el profesor Rego—. ¿Está aquí?

De repente, un rinopardo saltó desde el piso de arriba y cayó en la azotea. Aquella mole moteada rebufaba estruendosamente y se preparaba para embestir con su largo cuerno a Andrés y a Andrea que, sin hacerle mucho caso, ponían toda su atención en intentar escuchar al Sr. R. a través del ventanal.

Cuando el rinopardo emprendió la carrera, Andrés y Andrea, percantándose, ahora sí, del peligro, irrumpieron asustados como alma que lleva el diablo en el despacho para sorpresa de todos.

Detrás de ellos, el rinopardo embistió contra el ventanal, atravesando la cristalera, directo al pañuelo rojo que el señor R. llevaba hoy, por ser día lunes, en el cuello.

Sin perder un minuto, Aro, más ágil que nunca, pegó un salto, dio una voltereta hacia atrás y se montó en su lomo; luego, desenvainó su pistola de dardos somníferos y disparó.

El animal cayó a los pies del señor R.. Por los pelos, pensó con ironía.

Otra pistola de dardos somníferos apuntaba a Andrés y a Andrea. Era de Dominoe.

—Hora de dormir, "cashogguitos" —dijo con suave acento francés.

Luego, con pulso firme y frío, disparó.

La máquina de los abominablesDove le storie prendono vita. Scoprilo ora